La alberca
Perito en lunas
Miguel Hernández llegó a la Luna 15 años antes que Tintín y 35 antes que el Apolo 11. Cada día hay alguien que hace ese viaje
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Unos días antes de las elecciones andaluzas, un empresario agarró por los codos a Juan Manuel Moreno Bonilla durante un canapé y le echó las cartas de la bruja Lola: «Tú serás presidente cuando yo vaya a la Luna». En las anacronías de la España ... fanfarrona, que es la más desarrollada, hoy se cumple medio siglo del viaje de aquel espabilado al mar de la Tranquilidad. Porque en la huella de Armstrong se concentran también las pisadas de bosta de quienes ven en el cuerno creciente un lucero a su alcance. Reconozco que yo comencé a apreciar la dimensión de la Luna bastante tarde. En mis años de instituto creía que el primer hombre que había tocado la superficie lunar era un compañero de clase que se enrolló con la del punto y aparte en el escote. Me había confundido la alegoría lorquiana de los senos de duro estaño porque yo entonces no pillaba las metáforas. Así que para mí la Luna era solo una medida del tiempo, sobre todo la de Parasceve, o una canalla. Menuda vividora esa crápula noctívaga que vigilaba con su pupila de oro todos los desmadres del mundo.
Pero aquel polisón de nardos acabó engañándome la noche que trepó hasta mi ventana con hechuras de palabra. Me engatusó con un verso que describía la gesta televisiva de la llegada del Hombre a su eterna quimera mejor que la propia imagen del astronauta rodada, según siguen proclamando los escépticos más hilarantes, en el desierto de Tabernas, ahí en Almería, durante uno de los descansos de «El bueno, el feo y el malo». Aquel verso decía: «Bajaré contra el peso de mi peso». Lo había parido Miguel Hernández, el pastor que aprendió a escribir bajo el flexo del firmamento, en su primer libro, «Perito en lunas», publicado 15 años antes de que Hergé pusiera a Tintín la escafandra y 35 años antes de que la misión del Apolo se acabara convirtiendo en poesía.
Hernández midió la Luna -«esta blanca y cornuda soñolencia»- y Lorca la escrituró a su nombre cuando reveló que los gitanos se hacían collares con ella. Por eso, aunque hoy celebremos el cincuentenario de la expedición de la NASA al satélite, yo estoy de acuerdo con Cortázar, que defiende que tuvo más mérito que Armstrong el hombre que hace dos mil años fue a la Luna en una nave llamada «Arte». El Apolo 11 fue solo el despertar de un largo sueño que ahora nos permite llamar lunáticos a los que tienen dos caras, la encendida y la apagada. Porque en cada época ha habido y habrá entre nosotros selenitas como el empresario del canapé de Moreno Bonilla. Mientras él regresa de su aventura estratosférica, otros emprenden el camino de ida. Para allá van en el último vuelo Carmen Calvo, que viaja para comprobar si la Luna es feminista -que es mujer ya lo desveló Mecano-; Puigdemont, que necesita un refugio más seguro y se plantea alquilar una casa en la cara oculta; Pablo Iglesias, que se la ha pedido a Pedro Sánchez en su negociación para formar gobierno; Albert Rivera, que sigue buscando el centro y quiere asegurarse de que allí tampoco está; la Pantoja, que se va a tirar en helicóptero; Florentino, que se quiere traer un par de galácticos; Messi, que aquí se aburre y además tiene que pagar impuestos; Javier Tebas, que está barajando aplicar el calendario lunar a los horarios de los partidos; y Pedro Duque, que es el piloto.
El poeta ya sentenció que todos estos astronautas de esencia ingrávida bajarán contra el peso de su peso. Y nos demostró que los únicos que han dominado el Universo son los que saben volar sin despegar los pies del suelo. Porque la poesía es un pequeño paso para el hombre y un gran salto para la humanidad.
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