Luis Ventoso
El perdón
Esa fue la grandeza del valiente y generoso pacto de la Transición: el perdón, hacer de tripas corazón y olvidar las salvajadas de los dos bandos
Hace ya muchos años, de chaval, me senté como tantas tardes con un primo segundo y otros amigos en una terraza del puerto de O Son, un edén natural en la boca de la Ría de Noia, cuyas espectaculares playas no voy a evocar por no incurrir en el almíbar lírico. Allí estábamos, tomando algo mientras el sol se hundía en el océano tras Monte Louro, cuando pasó un anciano elástico y pequeño, con esos ojos claros y pillos que distinguen a tantos gallegos de remoto aire suevo. Mi pariente dijo: «Ese que va ahí es el que mató a palos al abuelo con un remo en la Guerra Civil». Pero lo indicó con un tono neutro, como quien se limita a consignar un hecho que ya no tiene vuelta de hoja, porque es pretérito.
Esa fue la grandeza del valiente y generoso pacto de la Transición: el perdón, hacer de tripas corazón y olvidar las salvajadas de los dos bandos para poder avanzar y abrir una etapa mejor. La hoy mitificada República fue una calamidad (léase a cualquier historiador anglosajón ecuánime), esa es la verdad, enlodada además por aberrantes persecuciones a católicos y el descontrol del orden público. Por su parte Franco acometió tras la guerra una represión cruel, amén de sumir al país durante años en una autarquía y falta de libertades que le hicieron perder comba durante décadas. Los españoles no tuvieron su mejor hora a finales de los años treinta, pero sí a finales de los setenta.
El ejercicio del poder no es neutro, y menos cuando acometes siniestros ejercicios de ingeniería social. Como tantas mentes sencillas, Zapatero camuflaba sus limitaciones con las certidumbres dogmáticas del fanático. Su abuelo, militar republicano, había sido represaliado, y del rencor por aquel hecho que no vivió extrajo su leitmotiv : reescribir la historia, reivindicar una República fallida, organizar un juicio retrospectivo a un franquismo que ya no existía y convertir al PP en heredero de Franco para declararlo un partido ilegítimo. Además, la unidad de España era también cosa del dictador. Barra libre a los nacionalistas.
Nunca se debe desdeñar la capacidad propagandística del poder, como saben todos los regímenes totalitarios (por eso Maduro vive en la tele y Putin ha instaurado un culto al líder casi cómico). Con Zapatero, la máquina del Estado trabajó con eficacia para abrir las heridas del pasado, con leyes ad hoc y las inefables subvenciones. En paralelo, levantó un muro profiláctico para aislar al PP. Por desgracia funcionó. Heridas que parecían cauterizadas se reabrieron y el PSOE pasó a considerar al PP el enemigo, en vez del adversario democrático. Hoy, los bisnietos de quienes vivieron la guerra vuelven a enarbolar la tricolor en partidos populistas que desempolvan rancias muletillas del marxismo, que siempre han traído lo mismo: pobreza y merma de la libertad. Jóvenes de un país que es el paraíso comparado con la República se instalan en la añoranza utópica de un cataclismo. Televisiones sin parangón en la Europa civilizada azuzan ese psicoanálisis, que solo trae odio y zozobra. Un iluminado sonriente abrió la caja de los truenos. Y a ver ahora quién la cierra en un país donde el silencio cobardón es la forma más segura de flotar.