Pare, que me bajo

A Cabify y Uber les falta transparencia, pero al taxi, autoexigencia

Mayte Alcaraz

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He tomado cientos de taxis a lo largo de mi vida. Y en ese reducido habitáculo he encontrado de todo: desde profesionales intachables, educados y con un alto concepto del servicio público, hasta gañanes malencarados al volante de vehículos sucios y con menos conocimiento del callejero de Madrid que el que tengo yo de la noble ciencia de la ornitología. A los primeros, la inmensa mayoría, he agradecido su atención y su amabilidad, pero ante los segundos siempre he sentido cierta frustración, por mi incapacidad para espetarles in situ mi descontento. Envidio a amigos míos que, cuando se han topado con esa falta de profesionalidad, han interrumpido el viaje, exigido parar el coche y dado por finalizada la carrera sin pagar un euro. Por desgracia, este minoritario —pero nada despreciable— grupo ha manchado el nombre del taxi , llevándose por delante el prestigio de un sector que es hoy fundamental para el tránsito urbano. Quizá faltó hace años hacer sonar las mismas bocinas que paralizaron ayer las grandes ciudades, tomando vergonzosamente de rehenes a sus potenciales clientes, para denunciar a estos garbanzos negros. Porque algunos problemas (autoexigencia y búsqueda de excelencia) les venían de fábrica y no han llegado con la liberalización del transporte.

Es verdad que el taxi tiene razones para temer por su futuro y está en su derecho de reclamar que plataformas como Uber y Cabify se ajusten a la legalidad como cualquier hijo de vecino. La opacidad de estas empresas, algunas de las cuales tienen su sede en paraísos fiscales, no invita a mirarlas con confianza. Tampoco el Gobierno y las comunidades autónomas, responsables de las licencias, contribuyen a la transparencia ya que no han garantizado que, como se acordó, haya un Vehículo de Transporte Concertado (VTC) por cada 30 licencias de taxi. Hasta el propio Ministerio de Fomento ha admitido que la realidad triplica lo permitido por la ley.

Pero estando de acuerdo en que el Estado no puede mirar para otro lado cuando no se cumplen las normas, el taxi no puede seguir viviendo en el siglo XX, ignorando el libre mercado, con una vocación endogámica que impide que se concedan más licencias de taxi y reclamando para sí un monopolio que está reñido en muchos casos con la calidad. El acceso al transporte urbano a través de plataformas digitales es imparable y ningún gobierno occidental va a poner puertas al campo. Tampoco ayuda a la comunión entre usuarios y taxistas que ayer los primeros se vieran violentados en sus quehaceres diarios por quienes dicen defender derechos laborales, como si los de los trabajadores que, por culpa de los paros, llegaron tarde a sus puestos con la consiguiente reducción de sueldo no fueran igual de protegibles.

Y una nota final: tener de entusiasta compañero de viaje a Pablo Iglesias, solícito aliado ayer de las algaradas en Madrid (mientras curiosamente Carmena martiriza en la Gran Vía a los taxistas), es el pasaporte seguro al suicidio.

Pare, que me bajo

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