Mayte Alcaraz

El pacto que quería Rivera

Mayte Alcaraz

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Me decía ayer Rosa Díez, cuya falta de inteligencia emocional la abocó a presenciar desde la cuneta la consagración de muchas de las reformas para regenerar la política española, que ella misma propuso a codazos contra el bipartidismo, que Albert Rivera puede decir una cosa y la contraria en cuestión de minutos. Descontada la comprensible animadversión que en la exlíder de UPyD despierta quien ha recogido las nueces del nogal que ella regó en plena sequía, no le falta razón a Díez cuando enfatiza esa dualidad con la que se muestra Rivera. Desde luego, el presidente de Ciudadanos es un político dotado de una elocuencia y capacidad de seducción insólita en la política española actual. Quizá solo Adolfo Suárez, en cuyo espejo dice mirarse, y Felipe González gozaron de tal favor telegénico y parlamentario, imbatible para cualquier rival. Pero su evolución táctica y hasta ventajista desde aquel lejano domingo 20 de diciembre de las elecciones es simplemente estupefaciente.

Mientras Rajoy, Sánchez e Iglesias se despedazan en el Congreso, Rivera sonreirá

Horas después de los comicios dijo que solo se comprometería a no bloquear -nunca a votar a favor- un gobierno de gran mayoría social, en el que participaran PP y PSOE; un mes después, ejerció de trotaconventos 3.0 para sentar a la misma mesa a Rajoy y Sánchez (sin conseguirlo); más adelante optó por conformar un encuentro técnico con los socialistas para acordar un programa de reformas, mientras se fotografiaba sonriente con el presidente en funciones; después, reconoció que no descartaría entrar en un Ejecutivo presidido por Sánchez; y ayer se transformó en cuasicopresidente con el líder socialista en una puesta en escena que más parecía la firma de la entrada de España en la UE que un acuerdo que, aunque incluya medidas de perfecta ingestión para una mayoría social irritada con la corrupción y la crisis, solo avalan 130 de los 350 diputados del Congreso.

Olfato político no le falta al partido naranja, porque la jugada de ayer es solo el primer acto (un mitin a lo bestia) de una campaña electoral que puede durar cuatro meses. Con varios hitos: el de ayer fue el primero; le seguirán el discurso de investidura socialista del próximo martes y las tortas en Ferraz a cuenta de las diputaciones y la pregunta a los militantes; y acabará con la negativa de PP y Podemos -con un coste electoral para ambos todavía por calibrar- a respaldar un paquete de medidas que muchos ciudadanos percibirán como un antibiótico de amplio espectro con contraindicaciones desconocidas. Y mientras, Rivera, desde la atalaya del centrismo reformista, observará cómo se despedazan el próximo miércoles Rajoy, Sánchez e Iglesias en el cuadrilátero de la Carrera de San Jerónimo sin que le salpique la sangre.

Aunque muchos electores que lo fueron del PP puedan sentirse traicionados por ese voto subrogado al PSOE, Rivera no pierde en este envite. Otra cosa es la cara de señor traicionado que le queda a Mariano Rajoy. Y la desolación en su partido.

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