Olvidamos deprisa

La semana pasada, Liu Xia pudo salir, al fin, de ese inmenso campo de concentración que es su país

Gabriel Albiac

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Olvidamos deprisa. Eso tenemos los humanos. Y sin eso vivir se nos haría insoportable, porque la vida, toda vida, está hecha de demasiadas renuncias y de todas las derrotas. Borrar, al cabo, su recuerdo es el único modo de fingir eficazmente que no existieron. Nunca.

Hace ahora un año. Sólo. ¿Y quién recuerda? Sucedió en esa China, cada vez más lejana, cada vez más hondamente inaccesible, cada vez más prohibida a las miradas de todos los que preferimos no verla: la China de los lao-gai , de esos silenciados campos de concentración en los que se produce la mercancía barata que nosotros consumimos sin pararnos a pensar en el milagro de su precio, que es el del trabajo esclavo. Mejor no preguntar: nuestra mercancía barata está amasada en la sangre de una versión muy mejorada de aquel Gulag que tanto nos complace evocar después de desaparecido. Y nuestras respetables monedas occidentales se sostienen sobre la mugre y el crimen que permiten a los dictadores chinos ser los acreedores financieros de nuestra despreocupada francachela.

Pero, hace sólo un año, en esa China inaccesible, moría Liu Xiaobo. Que fue el último de Tien-an-Men , que fue la última esperanza. El loco poeta que regresó desde el abrigo sereno de la Universidad estadounidense en la que residía, para arrostrar el destino de los suyos: el infierno. Pocos intelectuales en el último siglo han hecho eso: unirse a una apuesta en el instante mismo de su derrota y abrazar voluntariamente el castigo que iba a caer sobre los derrotados, como la más alta gloria que a un escritor pueda caber en esta vida: perder. ¿Alguien se acuerda? No. No importa. Importa sólo haber hecho lo justo. El olvido, después, no es nada. Ni el recuerdo.

No, el Gobierno de China no asesinó a Liu Xiaobo. No hubo esa épica. El Gobierno de China se limitó a dejar que un cáncer lo matase. En el desvalimiento de un campo de concentración. Sin atención médica. Abandonado a su destino de hombre inimaginablemente fiel a sus ideas. Abandonado por todos. Por todos. Salvo por una mujer minúscula, de cabeza rapada, escuálida. Ella, en la soledad de su reclusión domiciliaria, quiso reproducir el infierno del hombre al que amó y al que no vería ya nunca regresar a casa. Liu Xia , fotógrafa y poeta, no había sido siquiera procesada por la máquina infernal que se llevó del mundo a su marido. Sencillamente, se le prohibió poner el pie en la calle, hablar con nadie. Sin procedimiento alguno: en China no hacen falta esos refinamientos formales. Se la mutó en un cadáver andante. Un cadáver en China. Un cadáver -es peor- para nosotros, que la fuimos olvidando.

La semana pasada, Liu Xia pudo salir, al fin, de ese inmenso campo de concentración que es su país. Y de ese mínimo campo de concentración que ha sido su vida y que evocaba ya su poema «Noche» del año 1997: «Una mujer se bate contra la nada, / mientras el cometa Hale-Bopp / traza en la noche del cielo / su vuelo misterioso». Nosotros volveremos a olvidarla. Como siempre.

Olvidamos deprisa

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