Salvador Sostres
No era cosa mía
Mas, que tenía que rescatarnos de la calamidad del tripartito, ha acabado irrumpiendo con sus proclamas absurdas
Isabel Preysler ha dicho que siempre se ha casado por iniciativa de ellos. Y lo ha dicho con esa naturalidad tan suya, mientras la expectación por su vida amorosa continúa intacta tras 45 años de administrarla con una sabiduría extrema. De «El pájaro chogüí» a «Conversación en la catedral» va su tránsito de niña a mujer, y el nuestro, el de un país que ha crecido admirándola, venerándola, asistiendo a cada una de sus bodas como al acontecimiento de la década, para que llegada a su edad magnífica, y tan bien trabajada, pueda permitirse decir, con su aire de escolar sin deberes ni nada que hacer en la gran ciudad, que los matrimonios siempre se los pidieron. «No era cosa mía».
Y la que pudo acabar devastada, si pese a su alta alcurnia se hubiese dejado arrastrar por el ímpetu de su belleza y juventud, ha acabado siendo una de las grandes estrellas de la Historia de España.
Es justo lo contrario de lo que ha sucedido con Artur Mas, que como Isabel tuvo un buen inicio, y fue liberal y moderado durante sus dos primeros años de gobierno, en los que aplicó a la Generalitat una austeridad y unas reformas de político audaz y moderno; para dejarse luego llevar por euforias de incierta gloria y acabar de filipina de la CUP. Si Mas hubiera sabido ser un poco más como la Preysler y un poco menos como la Pantoja, ahora tal vez tendría un premio Nobel en lugar de una imputación por delitos que se castigan con penas de prisión.
«No era cosa mía», podría haberle dicho al presidente del Gobierno sobre las movilizaciones de la Diada que él mismo había instigado, y Rajoy, que entiende mejor que nadie estos mensajes, le habría arreglado la conexión del puerto o el corredor del Mediterráneo. Pero prefirió el «Yo soy esa» de la Isabel farandulera, y por aquel error fundamental su vida se ha convertido en una pesadilla.
Yo, que he visto cómo los empleados se han quedado con el negocio de mi abuela, por culpa de la clamorosa incompetencia de mi madre, siempre he creído que tenemos mucho que aprender del talento intuitivo. De nada sirve la herencia si no tienes personalidad. Los hombres nunca se arruinan por gastar demasiado, sino por falta de carácter.
La trayectoria de nuestra filipina más sensacional –la que inspiró «Hey», que es un himno– ha sido tan brillante, y tan excepcional, que no sólo fortaleció su destino, sino que iluminó el nuestro. Y ese Mas que tenía que rescatarnos de la calamidad del tripartito ha acabado disfrazado de Superman e irrumpiendo en nuestros días con sus proclamas absurdas.
A pesar de la irreversible sentencia del tiempo, Isabel ha sabido tocarse con mucha más gracia que los que no han tenido el valor de reconocer que sus ideas naufragaron. La expectación de su boda con Mario Vargas Llosa contrasta con el infortunio que siempre ha sido la característica de Mas, hasta el punto de que sus enemigos ya no saben si desearle unas nuevas elecciones –que tal vez le serían un alivio– o que finalmente la CUP vote su investidura y tenga que gobernar con las hordas callejeras y anticapitalistas.
Podría haber dicho «no es cosa mía», como Isabel, porque realmente no lo era. Ni Mas era independentista ni tiene la estructura mental que se precisa para medir con prudencia tus fuerzas y no entrar en guerras que ya se ve que vas a perderlas.
Isabel lo tenía todo para equivocarse, pero domó su impulso, puso a la turba a sus pies, y vive de ella como una reina, con su inagotable capacidad por resultar fascinante. Mas no tenía tanto peligro, pero se dejó llevar –en lugar de someterlo, como Isabel– por el tumulto ingrato, irracional e inculto que mientras te dice que te quiere te empuja brutalmente hacia el abismo.