No son bultos
Late algo triste en el suicidio asistido del profesor Goodall

El jueves, el profesor australiano de origen inglés David Goodall, de 104 años, abrió la ruedecilla del gotero que desembocaba en una aguja clavada en su brazo menudo. Dio paso así al cóctel de anestesia y barbitúricos que acabó en nada con su frágil existencia. Ocurrió en Basilea, Suiza, donde es legal la eutanasia incluso para personas sin enfermedades terminales. Se mató en una habitación de las oficinas de la asociación Life Cycle, que ayuda a suicidarse a quien lo desea. Goodall padecía mermas de vista y oído y una movilidad reducida, que lo había relegado a una silla de ruedas; pero conservaba su notable inteligencia y su plena lucidez. En sus últimos segundos escuchó la «Novena» de Beethoven y hasta se arrancó a cantar en perfecto alemán con el coro de la «Oda a la alegría». Lo acompañaban una de sus hijas y tres nietos. ¿Alegría? En una era en que la subcultura pro muerte gana espacio y adeptos, su historia ha sido celebrada como un triunfo admirable. Pero si nos sinceramos, deja bastante desasosiego.
Goodall llevó una vida plena. Fue un reputado botánico y un ecologista pionero. Se casó tres veces y llegaron hijos y nietos. En la lotería biológica le tocó el gordo: jugó al tenis hasta los 90 años y ejerció como actor amateur hasta los 97. En la universidad de su ciudad, Perth, era muy respetado. Contaron con él como profesor honorario hasta casi el final de sus días y ya centenario seguía acudiendo a la facultad. Goodall era socio desde hace veinte años de Exit Internacional, una asociación que ayuda a quitarse la vida. Aunque no padecía ninguna enfermedad, ante el deterioro físico propio de su edad inició una campaña para que lo ayudasen a suicidarse. Finalmente lo logró en Suiza.
«Nadie en mi familia me presionó para que cambiase de idea», explicó en su adiós en Basilea, a modo de elogio de los suyos. Leer esa declaración encoge el ánimo. En mi infancia me dio tiempo todavía a vislumbrar en su ocaso la aldea gallega ancestral, aquel nudo afectivo de todos los miembros de la familia charlando a la lumbre de una lareira. Casas pétreas, pobres y húmedas, donde llevaban el mando los viejos, casi siempre las mujeres. Si en aquel mundo un abuelo expresase querencias suicidas, sus hijos y nietos le soltarían un «déjese de parvadas», y lo arroparían con un cariño tan obvio que ni necesitaría explicitarse. La vida urgente, y el egoísmo, van desplazando a los abuelos de las casas de los hijos a los asilos. Pero aun así, en España la atención a nuestros padres sigue siendo enorme, afectuosa y diaria. Hace dos meses, el profesor Goodall, con sus 104 años, se cayó al suelo en su piso de Perth, donde vivía solo. Allí tirado, dio voces de auxilio que nadie oyó. Lo encontró a los dos días la mujer que mantenía su casa.
Hemos arribado a lo que Bergoglio denuncia con acierto como «la subcultura del descarte». Las personas mermadas son bultos para los que deben abrirse de par en par las puertas de la eutanasia. Es lo avanzado, la senda inexorable que nos aguarda. Pero cuesta no añorar aquellas aldeas umbrías, casi neolíticas, donde los viejos eran el orgullo de la casa, incluso cuando la lucidez ya había volado de sus miradas.