Netcháiev en Zaragoza

En otros tiempos, un sujeto como Lanza Huidobro hubiera sido un excelente sargento SS

Gabriel Albiac

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Un hombre se acerca a otro hombre por la espalda. Lleva una barra metálica. Golpea al que sale del bar. Repetidas veces. Le rompe el cráneo. Patea su cara, una vez inerte en el suelo. Luego, sigue su ronda de copas. Se pierde en la noche zaragozana. El otro muere. Son los hechos.

Bárbaros, existieron siempre. Y desalmados. Y asesinos. No es eso lo que desasosiega en el crimen de Zaragoza. La bestialidad es más consustancial a los humanos de cuanto osamos confesarlo . Lo impensablemente atroz en el frío asesinato de Víctor Laínez está en sus verbalizaciones. En el modo feroz en el cual el que mata -y con él sus deudos, y con ellos políticos electos, y con ellos ciertos medios de comunicación- busca ser alzado a la condición de héroe por su acto y deshumanizar al hombre asesinado. En otros tiempos, un sujeto como Lanza Huidobro hubiera sido un excelente sargento SS-Totenkopfverbände , activo en algún campo de exterminio. Para orgullo de sus ancestros. Pero le tocó un tiempo en el cual era preciso disfrazarse de antinazi para poder ser nazi hasta la última verdadera consecuencia.

No es nuevo. En la Siberia del Gulag staliniano, los condenados se reunían furtivamente para leer Los demonios de Dostoievski . «¿Cómo pudo él adivinar lo nuestro?», se preguntaban. La novela narra, apenas enmascarada, la historia de Sergei Netcháiev , discípulo de Bakunin que fundó, en 1869, la sociedad secreta « Venganza del Pueblo ». En 1872 fue arrestado en Suiza por el asesinato, en Moscú, de un camarada de esa secta cuyos pilares había él fijado en su Catecismo del revolucionario: «Un revolucionario desprecia cualquier teoría… Sólo conoce una ciencia: la de la destrucción... Su meta es destruir, lo más rápida y seguramente, esta ignominia que representa el orden universal… Debe tener, día y noche, un solo pensamiento, una única meta: la destrucción inexorable». Sólo a la muerte rendía culto Netcháiev. Daba igual si de enemigos o de amigos. Porque la muerte siembra las semillas del caos. Y el caos es el único objetivo. El caos: material como moral, político como lógico. Su religión fue el reino de la muerte.

Los revolucionarios serios de su tiempo lo veían como a un monstruo. Marx y Engels lo juzgaban un agente infiltrado de la policía zarista. No parece que fuera cierto: murió en presidio. Pero, para los dos racionalistas alemanes de Londres, no había otra explicación verosímil que la del agente provocador. En la serenidad de la biblioteca del British Museum, ellos pensaban que un militante no es jamás un asesino, que un asesino nunca podrá ser un militante. ¡Ingenuidad del ilustrado! Hubiera sido preciso un Sigmund Freud para dar razón de la perversidad abisal que clamaba en el himno a la muerte de Netcháiev. Matar y hacer matar, o la venganza como única arma revolucionaria: tal es el catecismo del monstruo sobre el cual construye Dostoievski sus Diablos.

Ahora, Netcháiev ha vuelto . Para quedarse. Zaragoza es su prólogo. Entramos en un tiempo de asesinos.

Netcháiev en Zaragoza

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