La Tercera
¿El mundo mejor?
«Es difícil imaginar las penalidades que tuvieron que pasar hasta surgir el homo sapiens, nuestro abuelo como quien dice, todavía en las cavernas. Lo que sigue, Prehistoria, Edad Antigua, Edad Media, Edad Moderna, no fueron precisamente un camino de rosas. Yo no querría haber nacido en ellas. Considero una suerte haberme tocado vivir en este tiempo y mundo. Si se le añade en una democracia, el mejor de los posibles»

De haberme preguntado hace sesenta, cincuenta, incluso cuarenta años, es decir, en la tormentosa juventud y comienzos de la tan alabada como traidora madurez, si el mundo que tenemos es el mejor de todos los posibles, hubiese respondido, con rotundidad inversa a los años, que ... no, de ninguna manera, que al Creador «sabio, justo, todopoderoso», principio y fin de todas las cosas, se le habían olvidado bastantes cosas importantes en su obra maestra o de puro entretenimiento. Mis dudas sobre tan categórico juicio, sin embargo, han ido creciendo de un tiempo a esta parte, y a estas alturas he sobrepasado la etapa del «no es tan malo», para empezar a pensar que quien pudiera estar equivocado soy yo y que el mundo que tenemos, sin ser el ideal, es el mejor de los posibles, aunque sigue siendo difícil explicar la existencia del mal, de los dolores, injusticias y penalidades que abundan en él.
Parte de la culpa puede tenerla la evolución del pensamiento humano, que enriquecido por la experiencia va corrigiendo su perspectiva con el paso de los años. La famosa máxima de Kurt Schumacher, importante socialdemócrata alemán de las entreguerras, «quien no es comunista a los 20 años no tiene corazón, y el que sigue siéndolo a los 40 tampoco lo tiene», se mantiene, sobre todo para quien, como yo, pasó casi una década en el Berlín dividido en una mitad comunista y otra democrática. Pero atribuyo principalmente mi nueva perspectiva a los cambios ocurridos en el último medio siglo, y no me refiero a los políticos -las catástrofes naturales, terremotos, inundaciones, sequías, siguen siendo los mismos-, como las catástrofes provocadas por el hombre: guerras, hambrunas, migraciones, sino a los cambios en el conocimiento, la ciencia especialmente. En el Bachillerato aprendí que Demócrito calificó la piedra básica no divisible de la materia como átomo. Desde entonces hemos entrado a saco en su núcleo, descubriendo todo tipo de partículas, e incluso haciendo uso de ellas, unas veces para bien, otras para mal. Hemos empezado también a explorar nuestro sistema solar y lo que hay más allá de él, nuestra galaxia, la Vía Láctea, para descubrir multitud de ellas, algunas ya muertas hace millones de años, pero cuya luz llega a nosotros. Lo que nos permite descubrir el origen del universo y calcular en qué devendrá, aunque eso es coyuntural, ya que en el espacio están ocurriendo catástrofes, o lo que creemos catástrofes, cada poco. Sigue habiendo enigmas trascendentales, como la materia (¿o es energía?) oscura que comprende el 68% del universo y resulta indetectable, excepto para los cálculos, que nos dicen que está ahí, ya que, en otro caso, todo se desplomaría. En resumen, que sabemos mucho más, pero desconocemos todavía más, lo que nos lleva a la perplejidad de San Agustín cuando de paseo por una playa tratando de explicarse la Santísima Trinidad, vio a un niño ante un hoyo en la arena, donde echaba con una concha el agua que le traían las olas. Al preguntarle qué estaba haciendo, el niño le respondió. «Estoy metiendo aquí el agua del mar». El obispo de Hipona comprendió que era lo que él estaba intentando con la Trinidad y supuso que el niño era un ángel. Es lo que nos ocurre a nosotros cuando nos enfrentamos a los misterios que nos rodean.
Uno de los hombres que con más ahínco investigó la cuestión fue Einstein, al que la fórmula de otro genio, Newton, no bastaba y se pasó la vida buscando la «ley de leyes», una especie de Constitución del universo que reuniese en una ecuación todas las formas o fuerzas de la naturaleza, convencido de que existía porque «Dios no juega a los dados», lo que ocurría era que no habíamos dado con ella. Se murió sin encontrarla, pero la búsqueda sigue y puede que algún día, ayudados por los superordenadores, llegaremos a averiguar de dónde venimos y adónde vamos. O el origen del mal, como se ha logrado el de tantas enfermedades.
De lo que no cabe duda es de que el mal existe y, como todo, tiene una causa. O varias. Existe el mal banal, sin intención de hacer daño, aunque lo causa, por simplemente cumplir órdenes, como en los campos de concentración nazis o los gulag soviéticos, y el mal intencionado, con el propósito de causar perjuicio, mucho más destructivo. A los que podría añadirse el «mal que no lo es», quiero decir aquél que percibimos como tal, pero a la larga comprobamos que nos ha evitado un daño mayor. Todos nos hemos visto en situaciones como esta. Lo que nos lleva a un territorio completamente distinto e inesperado.
Si el progreso existe, como demuestra la marcha de la historia, aunque no es lineal, sino zigzagueante, incluso con retrocesos para dar luego un salto adelante, esos hechos que a los contemporáneos pueden parecer nefastos, pero a la larga resultan beneficiosos, entran dentro de la normalidad. Incluso encajan en la ley de la gravitación universal de Newton que sostiene el equilibrio del universo. Goethe, que era más poeta que científico, aunque como ilustrado sentía una gran curiosidad por la ciencia, se inventó una gravitación por su cuenta, según la cual todos los cuerpos se atraen unos a otros por un impulso erótico que les llevaría a estrellarse unos con otros si la atracción de los demás cuerpos no los mantuviese en sus órbitas. En cualquier caso, estamos sólo en los inicios de una nueva era de infinitas posibilidades en todos los órdenes. Algo que demuestra el camino recorrido. Vivimos infinitamente mejor que en el pasado no sólo lejano, sino inmediato, es decir que nuestros antepasados. El hecho de apretar un botón y que surja luz o abrir un grifo y salga agua, fría o caliente, sería un milagro hace pocos siglos. Naturalmente sigue habiendo gente que vive, si vivir puede llamársele, sin esos adelantos modernos. Pero todo es cuestión de que sigan la senda de los pueblos avanzados, que es bastante simple: educación, responsabilidad, esfuerzo, ética y «no pedir a tu país lo que puede hacer por ti, sino lo que tú puedes hacer por él», ya que el progreso es producto del esfuerzo colectivo.
Hubo un tiempo, si se puede llamar tiempo también, en que el entero universo estaba a oscuras, aunque por él danzaban las más variadas partículas. Para que se hiciera la luz tuvieron que surgir los fotones, que iluminaron el entorno. Para que esas partículas se uniesen y formasen átomos de hidrógeno pasaron miles de millones de años y para que esos átomos se unieran a su vez para formar nebulosas y sistemas solares, otros tantos. Alguno de esos sistemas tenía planetas aptos para la formación de la vida, con lo que estamos ya en nuestros antepasados, de los que, por evolución, descendemos. Por más esfuerzos que hagamos, es difícil imaginar las penalidades que tuvieron que pasar hasta surgir el homo sapiens, nuestro abuelo como quien dice, todavía en las cavernas. Lo que sigue, Prehistoria, Edad Antigua, Edad Media, Edad Moderna, no fueron precisamente un camino de rosas. Yo, desde luego, no querría haber nacido en ellas, aunque algunos parece que sí. Y es la razón de que considere una suerte haberme tocado vivir en este tiempo y mundo. Si se le añade en una democracia, el mejor de los posibles.
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José María Carrascal es periodista
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