David Gistau

El mundo de ayer

Acabamos de acostumbrarnos a no llamar Príncipe al Rey y ya nos están arrojando al siguiente estadio de «lo nuevo»

David Gistau

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En el «christmas» de los Reyes, aparece una imagen de sus hijas abrazadas y con las mejillas juntas, felices, luminosas. Mi primera reacción al verlo fue de envidia. La única posibilidad que tendría de obtener una instantánea de dos de mis hijos así de juntos y de abrazados sería durante cualquiera de los numerosos intentos de estrangulamiento que constituyen su modo principal de interactuar y de reparar cada uno en la existencia de otro. La imagen resultante no valdría para declarar inaugurado el estado de concordia, paz y amor. Más bien serviría como póster para promocionar una velada de Artes Marciales Mixtas (MMA) en una jaula instalada en un polideportivo cualquiera de la periferia industrial madrileña. El reciente, y algo tosco, campeón del mundo del peso pesado, el inglés Tyson Fury, dice que lo difícil no fue ganar eso, sino sobrevivir a sus hermanos, provenientes todos de un clan gitano de luchadores errantes sin guantes como los de «Snatch». Pues bien, metan en mi casa a los hermanos Fury, pronostico un resultado parejo.

Otra impresión que me ha causado el «christmas» es que se nos está yendo de las manos la sumisión a «lo nuevo». Comprendo que a la monarquía le parezca importante transmitir la idea de la continuidad garantizada, de la profundidad dinástica. Así como concentrar la atención en un futuro impecable antes que en un pasado de familia más disfuncional que los Tenenbaums de Wes Anderson en el que los «christmas» tenían que falsearse con «photoshop». Pero el Rey actual ya es «lo nuevo». De hecho, su proclamación constituyó un síntoma de que la Corona detectó antes que la política profesional las advertencias sociales acerca de ciertos desgastes de nuestro tiempo que siempre fue necesario reparar desde dentro para evitar que lo hicieran personajes de extramuros. Los autodenominados «constituyentes», para los cuales toda forma de pasado era culpable y debía ser purgada como pasándole una cuchilla.

De la abdicación salió una Corona purificada, con el casco calafateado de agrietamientos tales como los yernos corruptos, adaptada al nuevo contexto político y, por añadidura, menos vulnerable en el cuestionamiento general del 78 que la estaba destrozando. En la actualidad, y cuando hasta la portería del Real Madrid se regeneró por fin –y aquello sí que era un quietismo de siglos–, el único microclima anacrónico que aún queda parece ser Mariano Rajoy. Parte de su campaña consiste, no sólo en no negar esto, sino incluso en convertirlo en una virtud para ofrecerlo como refugio psicológico a todos aquellos para quienes los tiempos mutan demasiado deprisa hasta el punto de sentirse confusos en su propio hábitat cultural.

Pero el «christmas» es prematuro. Acabamos de acostumbrarnos a no llamar Príncipe al Rey, que ha costado, y ya nos están arrojando al siguiente estadio de «lo nuevo». Hasta yo, que estoy a la última, empiezo a sentirme como Zweig cuando escribió «El mundo de ayer» para acreditar su propia extinción.

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