Isabel San Sebastián

Miseria

Isabel San Sebastián

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Abruma contemplar el grado de miseria acumulado en la crisis de los refugiados. Y no me refiero solo a las terribles condiciones materiales que sufren esos desgraciados fugitivos de las bombas y el fanatismo genocida. Esa clase de miseria es (o debería ser) la más fácil de paliar. Hablo, sobre todo, de la miseria moral mostrada por quienes aprovechan esa circunstancia para lucrarse económicamente o avanzar posiciones en el tablero internacional y también, por supuesto, de quienes en su miserable concepción de la política desprecian derechos humanos básicos para salvar trances personales o miran hacia otro lado como si no fuera con ellos la cosa.

Europa agravaría su fracaso en la gestión de la crisis de los refugiados cediendo a la pretensión turca de entrar en la Unión

La catástrofe que se ha abatido sobre la antigua Mesopotamia con el avance de los yihadistas de Daesh y la brutalidad del régimen de Assad ha puesto a prueba eso que llamamos «progreso», con un resultado descorazonador. Más allá de la tecnología y los avances científicos, lo cierto es que hemos progresado poco o nada. Toda la arquitectura de la Unión Europea, levantada a costa de ingentes cantidades de dinero, se ha revelado impotente para canalizar de forma ordenada un flujo de personas amenazadas de muerte hacia la seguridad de nuestro mullido mundo. Antes al contrario, esa presión migratoria parece a punto de enterrar uno de los principales logros de la Unión, la supresión de fronteras en el espacio Schengen, levantando nuevas barreras de desconfianza entre presuntos socios ligados por intereses comunes. Claro que esto no es nada comparado con el abandono de algo mucho más valioso, cual es el derecho de asilo reconocido por las Naciones Unidas, que los 27 han sacrificado en el altar de sus mezquinas pugnas. Es evidente que no podían abrirse las puertas de Europa, sin más, a una avalancha incontrolada de prófugos. Pero de ahí a rendir todos los valores acumulados a lo largo de los siglos y olvidar lo aprendido en dos guerras devastadoras cabía sin duda un camino intermedio. ¿Para qué demonios sirve la costosísima maquinaria burocrática que pagamos con nuestros impuestos? ¿Qué clase de andamiaje ideológico y ético tiene el edificio común?

Europa ha fracasado estrepitosamente en dar respuesta a esta crisis y solo le falta ya redondear su fracaso cediendo a las pretensiones turcas de ser admitida en el club. Sería pan para hoy y hambre para mañana. Tapar una vía de agua hundiendo el barco. Un suicidio. Turquía no ha formado nunca parte de Occidente, más allá de Constantinopla/Estambul, ni tendría sentido alguno que obtuviera beneficios del burdo chantaje al que nos somete aprovechando este drama. La tradición islamista que encarna y defiende Erdogan es lo opuesto a nuestras convicciones democráticas. Opuesta a la libertad, al pluralismo y a la igualdad que constituyen los principios sobre los que se levantó la comunidad europea tras los totalitarismos del siglo XX. Por eso hace lustros que Bruselas debería haber resuelto con un «no» rotundo e inequívoco la solicitud de Ankara. Si no existieran motivos culturales, geográficos e históricos suficientes para justificar esa negativa, el comportamiento del Gobierno otomano en los últimos meses brindaría argumentos inapelables.

A semejanza de las mafias que trafican con la desesperación de esas pobres gentes, las autoridades turcas han decidido tomar como rehenes a millones de refugiados con el propósito de obligarnos a claudicar ante ellas. Con la debilidad de quien está apremiado por las urnas, Merkel, y con ella los demás, han firmado la supresión de visados para 80 millones de turcos además de un vergonzante acuerdo de intercambio que convierte a las personas en mercancía sin alma. Mercancía por la que van a cobrar en total 6.000 millones de euros y que podrán intercambiar con la UE «a la pieza». Miserable.

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