Gabriel Albiac
Meditemos
Tras el bonito espectáculo de lo que pueden hacer inteligencias como las de Carmena o Colau, más nos vale alzar un blindaje de voto frente a sus iguales
Mañana acabará la lluvia de palabras, la tempestad de imágenes. De imágenes y de palabras hueras, que esta vez zozobraron en insultos sin ingenio: y es que entre ignorancia y mala educación hay frontera tenue. Vendrá, luego de tanta vulgaridad, de tanto ruido y tanta pésima sintaxis, un bienaventurado día de silencio: con distancia, lo mejor de la campaña. Y, al día siguiente, se exigirá pasar del repetido estruendo y del poco sosiego al acto de votar. Pero ¿qué acción eficaz pervive en el gesto litúrgico del voto? ¿Por qué habría de ser acción ir al colegio electoral y no lo sería decidir no hacerlo?
Dejémonos de juegos ingeniosos. Votar es importante. Cuando votar está vetado. Todos cuantos hemos vivido en una dictadura sabemos eso. Votar es, por el contrario, una rutina normal en las sociedades normales: aquellas para las cuales hacerlo es tan trivial como pueda serlo quedarse en casa. Y es esa indiferencia la que legitima precisamente el voto. Un mundo en el que votar fuera constrictivo sería cualquier cosa menos un mundo libre. Poder votar es poder no votar. La libertad existe sólo allá donde la negación es igual de legítima que las afirmaciones. El buenismo de la universal positividad es la variedad más moderna del totalitarismo.
Para votar se requiere un motivo. No para no hacerlo. Si aplicamos el bello postulado de Guillermo de Ockham, al cual Bertrand Russell diera nombre de «navaja de afeitar» lógica: se justifica una afirmación, no una negación; de lo contrario, cualquier avance argumentativo es imposible. Para quienes prefieran el simpático latinajo: entia non sunt multiplicanda praeter necessitate.
Enumeremos, pues, los motivos para votar el domingo.
Uno. Apabullante. Estamos al borde de la quiebra nacional. Que se iniciará en Cataluña al día siguiente de aquel en el cual Mas y la CUP constaten la ausencia en Madrid de un Gobierno estable. Y que abrirá la avalancha en otras regiones.
Un segundo. Prosaico y grave. La salida de la gran crisis económica mundial que se abrió en 2007 está aún lejos. Y la recuperación aquí es todavía frágil. Un Gobierno quebradizo y un Parlamento a modo de rompecabezas determinarán la huida masiva de capitales y la no inversión de un céntimo por parte de los grandes fondos internacionales. Dicho en una seca palabra: ruina.
Un tercero, bastante menor, porque no pienso que la hipótesis sea verosímil: el manicomio en puertas. Tras el bonito espectáculo de lo que pueden hacer inteligencias como las de Carmena o Colau con sus ayuntamientos, más nos vale alzar un blindaje de voto frente a sus iguales en el Parlamento. Las gracietas, vayan y pasen en los parvularios. En instancias que determinan materialmente nuestras vidas, el coste de alucinar con el poder es excesivo.
Esas tres determinaciones -sobre todo, las dos primeras- nos ponen hoy a todos -votemos o no- ante la coyuntura más quebradiza de la España contemporánea. Y la más peligrosa. Es difícil prever cómo sobreviviríamos a tal conjunción cataclismática.
Votar y qué votar es un dilema interno a ese nudo de determinaciones. Votar es hoy urgente para componer una gobernación estable en un momento crítico. Eso sólo puede darlo un gabinete de Concentración Nacional. O sea, un acuerdo de las tres fuerzas constitucionalistas: PP, Ciudadanos, PSOE. Al margen de simpatías o repugnancias: y las tengo. Pero esto va sólo de supervivencia.
Sobre ese razonable proyecto, votar sería funcional. Sobre cualquier otra hipótesis, me da que queda en gesto.