Luis Ventoso
Matrix
Ahora se percibe que vivimos otro esprint científico similar al de finales del XIX y comienzos del XX, que para bien o para mal mudará la faz del mundo
CUANDO veía a mi abuelo, siempre pensaba lo mismo: el cambio del mundo que ha vivido es irrepetible, yo no veré una transformación así. Hoy ya no lo creo. Si tengo la chiripa de llegar a longevo, probablemente asistiré a la mayor revolución científica de la historia, que cambiará incluso la identidad del propio ser humano. Como millones de labriegos españoles nacidos a comienzos del siglo XX, mi abuelo se había criado en un mundo donde su vida diaria no difería demasiado de la del neolítico: agricultura y ganadería de subsistencia, en una aldea gallega sin luz eléctrica, con las casas calentadas por el vaho del ganado. Pero luego vio llegar el tren, el avión, la radio, la televisión, la píldora y al hombre aterrizando en la Luna en 1969 (algo que siempre le olió a chamusquina). Recuerdo de niño al abuelo de un amigo que cuando comenzaba el telediario –«el parte»– saludaba muy formal al presentador, pues pensaba que lo veía.
Desde el aterrizaje del «Apolo XI» hasta los ochenta parecía como si la carrera de la ciencia se hubiese ralentizado. Pero a finales del siglo XX llegó un vuelco que ningún súper gurú había vaticinado: internet, cuyas secuelas en la psique y la política todavía no podemos calibrar bien. Ahora se percibe que vivimos otro esprint científico similar al de finales del XIX y comienzos del XX, que para bien o para mal mudará la faz del mundo.
Aunque dedicamos mucha más atención a hablar sobre si un telefonillo móvil cambia su carcasa o se hace media micra más fino, ahí fuera están ocurriendo noticias asombrosas. Hace dos semanas, Bill Gates, que además de estar forrado es inteligente, informado y razonable, sugería que los robots tendrán que pagar el impuesto de la renta, como las personas. Una forma práctica de afrontar lo que ya está ahí: el desarrollo de la inteligencia artificial va a transmutar el mercado laboral de tal manera que algunos políticos de luces largas ya plantean que se cree un sueldo mínimo de subsistencia para todos los humanos, que correría a cargo de la riqueza que creará la invasión de la robótica y compensaría los millones de empleos que segará. Este jueves se conoció otra noticia de inmenso calado: científicos de la Universidad de Cambridge crearon por primera vez en un laboratorio el embrión de un mamífero, un ratón. Llevado a su extremo, se abriría la puerta a la clonación de seres humanos. Las preguntas que se suscitan son muy hondas. ¿Es ético clonar personas y fabricar vida humana en un laboratorio? ¿Cómo se impedirá una vez que la ciencia permita hacerlo? ¿Cómo será un mundo en que los más pudientes puedan ser más inteligentes, sanos y sociables que el resto gracias a mejoras de laboratorio? ¿Sobre qué fundamentarán sus barreras éticas quienes consideran que Dios no es más que otra invención humana? ¿Qué tipo de ser humano seremos cuando nuestros cerebros puedan ampliarse y mejorarse conectados a un ordenador, o a otros cerebros?
Hace tres siglos no sabíamos ni que lavarse las manos evita infecciones. Hoy ese mismo animal juega a Dios, crea inteligencias artificiales y pronto podría fabricarse a sí mismo en un laboratorio. Igual sale bien. O igual acabamos cerrando la tienda.