Editorial ABC
Masacres sin respuesta
La reiteración de matanzas en Estados Unidos no debería despacharse como el precio de una libetad individual –la de portar armas– o una fatídica secuencia de crímenes inconexos
La mayor potencia económica, militar y política del mundo, Estados Unidos, no puede resignarse a sufrir una media de 33.000 muertes por arma de fuego al año. Es una cifra propia de países envueltos en conflictos militares o en guerras mafiosas. Sin embargo, la respuesta política no lo percibe así. La reiteración de matanzas en Estados Unidos no debería despacharse como el precio de una libertad individual –la de portar armas– o una fatídica secuencia de crímenes inconexos. El presidente, Donald Trump, ha afirmado que el problema no radica en la facilidad con la que se accede en su país a las armas de fuego, sino en los trastornos de los asesinos, cuando lo cierto es que un trastornado sin armas es mucho menos peligroso que un trastornado armado hasta los dientes. La matanza de Sutherland Springs, el domingo pasado, se suma a la de Las Vegas, ocurrida hace un mes. Entre ambos crímenes hay casi noventa muertos y decenas de heridos. Los asesinos estaban obsesionados con las armas de fuego . El de Las Vegas tenía veintitrés de ellas en la habitación del hotel desde el que disparó a la multitud que asistía a un concierto. El de Sutherland Springs, Devin P. Kelley, también sería, según las primeras investigaciones, un fanático de las armas.
La posesión de armas de fuego es un elemento de la tradición americana, amparada constitucionalmente. Ningún presidente, demócrata o republicano, se ha atrevido a legislar sobre esta cuestión en Estados Unidos. Nunca han pasado de las meras declaraciones formales o de la expresión de deseos difusos al respecto . Sin embargo, no hay tradición que justifique la inacción ante un problema de la magnitud que ha adquirido la violencia por arma de fuego en este país. Esa cultura del revólver como un medio de defensa, heredada de la cultura del Lejano Oeste y del pionero americano, puede explicar un margen de tolerancia que sería impensable en Europa, pero debe hacerse compatible con una normativa que limite el tipo de arma que se puede adquirir, que impida convertir los hogares estadounidenses en auténticos arsenales y que exija un conocimiento previo de la salud mental del comprador. Además, el riesgo de emulación no conoce fronteras, menos aún cuando los asesinos se jactan de sus intenciones y exhiben sus armas por las redes sociales antes de cometer sus crímenes. Cuando los presidentes –todos, sin distinción de ideología- de Estados Unidos proclaman la superioridad política de la democracia de su país frente al resto del mundo, deberían asumir que 33.000 muertos al año por armas de fuego es una cifra incompatible con ese liderazgo mundial.
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