Magro consuelo
España ha derrotado a Puigdemont, pero no a todo lo que queda detrás
Tres días después de proclamar la República catalana y ser cesado de inmediato mediante el 155, Carles Puigdemont logró huir a Bruselas por carretera junto a cuatro de sus consejeros. Viajaron en un todoterreno desde Gerona, en la madrugada del domingo al lunes, en una evasión que les organizó un sargento de la Policía autonómica, cuerpo que venía siendo desleal con la legalidad y cuya cúpula apostó por el golpe. Era la segunda vez que el dirigente separatista lograba tomar el pelo a los servicios de seguridad del Estado (la anterior fue cuando consiguió votar en el referéndum del 1-0, a pesar de que el Gobierno se había jactado que abortaría la logística de la consulta prohibida). Lo que vino luego lo conocemos todos: un guiñol desde Bruselas a través del plasma, a veces retador, otras bufo, siempre con un puntillo delirante. Pero lo que a la mayoría de los españoles nos parecía una coña marinera mereció en las elecciones de diciembre el apoyo de 948.233 catalanes, el 21,6% de los votantes. Puigdemont lograba desde Bélgica el segundo puesto tras la españolista Arrimadas, ganadora de los comicios autonómicos, dueña de un triunfo estéril, pues los separatistas sumaron más escaños.
Ayer, cuatro meses después del inicio de su fuga, Puigdemont tiró la toalla y anunció que renuncia a ser candidato. No podía ser de otra manera, pues lo del tele-president parecía de astracán de Peter Sellers, incluso para los lisérgicos estándares políticos del separatismo catalán. Además, su propio partido y ERC estaban saturados del engorro del excéntrico inquilino de Waterloo. Deseaban soltar lastre de una vez para recuperar las riendas del poder, que permiten dos cosas: volver a manejar dinero a espuertas y activar la maquinaria de propaganda desde arriba para seguir peleando por la independencia. Su cálculo es bien sencillo: en octubre no pudo ser, pero a la próxima tal vez sí. Al fin y al cabo, la biología juega a su favor: los ancianos catalanes que van falleciendo son mucho más pro españolistas que las generaciones nuevas, moldeadas ya en la escuela nacionalista de Pujol.
Anoche, viendo la espectral retirada de Puigdemont, la sensación era agridulce. El vídeo con que puso telón al esperpento acredita que España lo ha derrotado. Pero será obtuso quien no asuma que solo se ha ganado una batalla, no la guerra. Ayer el Parlamento catalán ya volvió a las andadas, todavía con el 155 en vigor. Muy pronto el separatismo estará gobernando de nuevo y aguardarán la coyuntura óptima para un segundo golpe. Todo invita al pesimismo, porque esta es una disputa de propaganda, cultura y sentimientos, y un único bando está combatiendo a tiempo completo en el frente de los corazones: el nacionalismo. La unidad de España solo se salvará devolviendo competencias al Estado y reafirmando lo español en Cataluña y el País Vasco. Pero no existe un solo partido en el Congreso, ni siquiera Ciudadanos, que se atreva a enarbolar esa bandera (por lo demás apoyada por la mayoría de los españoles, como mostraron en octubre en las enseñas espontáneas en los balcones). Ayer Puigdemont perdió. Pero la causa xenófoba ya acelera.