Las maestras
La protesta de hoy invita a repasar realidades rigoristas
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Insufrible el código de normas con que se somete a las mujeres en cierto país meridional de intensa religiosidad pública. Las autoridades exigen que se atengan en todo momento a unas pautas de conducta que a nosotros nos parecen integristas. La opresión atosigante queda patente en el contrato que deben firmar las solteras que aspiran a ejercer como docentes, con 14 cláusulas coercitivas que «las señoritas maestras» han de observar. Casi todo está prohibido para ellas si quieren impartir clase en una escuela pública. Si se casa, la maestra perderá su contrato de inmediato, al igual que si un inspector la pilla bebiendo cerveza, vino o whisky. Entre las ocho de la tarde y las seis de la mañana la «señorita maestra» no podrá salir de casa, «salvo para una función escolar». Tampoco se la autoriza a viajar en coche con hombres que no sean su hermano o su padre, ni a «pasearse por las heladerías del centro de la ciudad». En ese país rigorista también imponen a las maestras severas instrucciones de atuendo: nada de colores brillantes, los vestidos no deben quedar más de cinco centímetros por encima de los tobillos, la señorita ha de protegerse con al menos dos enaguas y queda prohibida la frivolidad casquivana de teñirse el pelo.
Qué rancio y extravagante, ¿no?. Pues bien, el país de todas esas normas no es ninguna satrapía arábiga embrutecida por el wahabismo, sino el EE.UU. de hace tan solo 94 años. Las exigencias referidas están consignadas en un contrato de trabajo para las maestras fechado en septiembre de 1923, mes en que aquí se inauguró la llamada «dictablanda» de Primo de Rivera. Leer ese documento, que ha venido circulando por las redes al hilo de la protesta de hoy, deja una sensación agridulce. Asombra constatar que nuestras abuelas nacieron en un mundo tan extremadamente opresivo para su sexo. Pero conforta constatar el inmenso salto adelante. Las nietas y bisnietas de aquellas mujeres de 1923 viven a todos los efectos en otro planeta.
Queda mucho que mejorar. Así que la protesta de hoy supone un aldabonazo necesario, aunque intentar parar el país con una huelga es un exceso y arranca una sonrisa irónica que se erijan en sus paladines unos líderes sindicales que gastan todos ellos calzoncillos. Hacen bien las mujeres en protestar y sacar a la luz muchas vergüenzas. Pero sería lastimoso convertir el 8-M en un alarde más del talante autodestructivo español, o en un simple balón de oxígeno para el estéril podemismo, de capa caída tras su felonía en el debate de la unidad de España. Lo voy a decir, aunque casi no me atrevo: las mujeres siguen estando maltratadas (menos sueldos, más violencia, más tareas), pero hoy no se puede universalizar y concluir que España es un país machista, donde todos los hombres seríamos una suerte de primates abusadores enajenados por una sobredosis de testosterona. Nuestras abuelas, que ni soñarían con ir a la universidad, tener relaciones sexuales libres o poseer un piso a su nombre, aplaudirían de felicidad de aterrizar en la España de hoy. Un país extraordinario. Y que la Sexta me perdone.