Editorial ABC
Madrid no puede esperar
Las tres administraciones públicas -estatal, autonómica y municipal- están obligadas a cooperar para que la máquina social y económica madrileña vuelva a funcionar cuanto antes
La llegada del hielo, tras las nevadas del fin de semana, va a complicar la recuperación de la normalidad social y económica en Madrid, convertida en símbolo de los estragos causados por la tormenta Filomena, aunque otras ciudades y provincias también hayan sufrido sus consecuencias. Tanto el alcalde de la capital, José Luis Martínez Almeida, como la presidenta del Gobierno madrileño, Isabel Díaz Ayuso, pidieron a los ciudadanos su colaboración directa en las limpiezas de las aceras y muchos de ellos respondieron al llamamiento. Los medios de las administraciones públicas son limitados, incluso insuficientes para garantizar lo que ahora es el principal objetivo en la capital y sus vías de acceso, que es la eliminación de la mayor cantidad posible de nieve. A partir de mañana, martes, el desplome de las temperaturas convertirá esa nieve en hielo y todo será más difícil para los madrileños. La experiencia del compromiso de cada ciudadano con el interés general debe arraigar en la conciencia colectiva, para dejar ya a un lado esa frustrante y falsa idea de que el Estado lo puede todo y lo puede gratis.
Lo que sí puede y debe hacer el Estado es poner todos los medios necesarios para que Madrid funcione lo antes posible. Madrid no puede esperar, porque toda la actividad económica y social que depende de la capital, y que trasciende sus límites, tampoco puede esperar. El sistema radial que mantiene a Madrid en su eje hace que el espacio aéreo español se resienta cuando cierra el aeropuerto Adolfo Suárez; que la red ferroviaria se colapse cuando se suspenden los trayectos de larga distancia desde Atocha; y que la distribución se ralentice cuando los transportes de mercancías procedentes de otras comunidades autónomas se topan con los bloqueos de las autopistas o autovías de acceso a la capital o de sus carreteras de circunvalación, como la M-40 o la M-50. Además, decenas de miles de los ciudadanos que trabajan en Madrid viven fuera de la capital, incluso fuera de la comunidad autónoma, y para muchos de ellos el teletrabajo no es una opción. La suspensión de clases en colegios, institutos y universidades altera gravemente las vidas de aquellas familias en las que no es posible la conciliación laboral. La economía madrileña es una locomotora de la nacional y su paralización repercute en mayor o menor medida en el resto del país.
De la llegada del hielo no se puede decir que sea una sorpresa, ni un imprevisto. Por esto mismo, las tres administraciones públicas -estatal, autonómica y municipal- están obligadas a hacer aún más intensa su cooperación para que la máquina social y económica madrileña vuelva a funcionar cuanto antes a pleno rendimiento. Esta adversidad climatológica no debe ser otro motivo de discordia política, sino de superación de las que ha habido en el pasado. Por eso, no sonó bien ayer la duda terminológica con la que el ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, despachó la posibilidad de que Madrid sea declarada zona catastrófica. El alcalde de la capital se limitó a decir, con exquisita prudencia, que estaban estudiando si la situación encajaba en la normativa que prevé tal declaración. Grande-Marlaska se precipitó en su respuesta, aunque jurídicamente fuera la correcta. Pudo haber sido más elegante y diplomático, pero reveló ese prurito que le brota al Gobierno de Sánchez cada vez que habla de Madrid, esa tierra resistente a la izquierda.
Madrid, en efecto, no puede esperar mucho, y eso que lo aguanta casi todo, como está demostrándolo frente a la pandemia del Covid-19 y la mayor nevada de los últimos cincuenta años. Y también frente a un Gobierno central al que le cuesta mucho asumir que no le toca ser oposición al Ejecutivo madrileño.