Luis Ventoso
Londres
Quién se aburra de la ciudad del Támesis estará aburrido de la vida
Lo proclamó con su voz tonante el doctor Johnson, el gran lexicógrafo, crítico y parroquiano de taberna del XVIII, un provinciano inglés reconvertido en apasionado londinense: « Sepa, señor, que aquel que está aburrido de Londres está aburrido de la vida ». Eso le espetó Johnson a un contertulio que rezongaba, no sin argumentos, contra la urbe pútrida e insegura de la época. En aquel Londres dieciochesco los bacines llovían sobre las calles a la voz de un «¡va!». Los lixiviados corrían por el medio de las calzadas enlodadas, en torrentes hediondos que habrían espantado a los propios romanos que fundaron Londinium en el año 121. Una persona actual se marearía con el hedor.
El sabio Samuel Johnson sabía que Londres posee dos atributos que diluyen todos sus males: su energía y su variedad inagotables. Puede con todo. Siempre ha sido así y así será. La diezmaron las pestes –y las venéreas–, que aterraban a Shakespeare. Will cobró fama y peculio en la metrópoli, pero siempre se cuidó de invertir en fincas en su terruño salutífero de Stratford, como cauto burgués que era. En 1665 la bacteria Yersina Pestis se cepilló a un quinto de los 350.000 vecinos. Y como en una plaga bíblica que asuela un foro dionisíaco, al año siguiente llegó el Gran Fuego. Así, con mayúsculas: 13.200 casas de la City en llamas, 83 iglesias achicharradas, 400 calles de madera devoradas. Pero solo murieron seis londinenses. Al feliz diarista Samuel Peppys incluso le dio tiempo a poner a buen recaudo su vino, que enterró en el jardín. Al siglo siguiente, para desquitarse de tanto disgusto, a los «londoners» les dio por el gin casero, un matarratas que desató la «Locura de la Ginebra». El XIX ascendieron a capital imperial y soportaron la pacatería victoriana. En el XX plantaron cara a Hitler casi solos. «Keep calm and carry on» . Familias caminando disciplinadamente al claustrofóbico hoyo-refugio de sus patios, o a las galerías del metro, mientras fuera tronaba el Blitz de Hitler. Más tarde sobrellevaron las bombas del IRA . Ahora el fanatismo islamista. No es fácil doblegar a Londres.
Me gusta su tolerancia. La inmensa mezquita de Regent’s Park, el poderoso templo judío de Marylebone, la imponente basílica católica del Cardenal Newman, con la que los «papistas» chuleamos un poco tras siglos de pisoteo anglicano. La Virgen de la cúpula de la Iglesia de Knightsbridge hoy contempla a los cachorros árabes, plutócratas de bólidos horteras, golondrinas que han comprado medio Londres sin entenderlo. Me agrada que los londinenses finjan indiferencia ante la lluvia que los cala , o contemplar perplejo a esas vikingas que transitan por días de pelete en chancletas y con sus uñas muy rojas. Celebro que sus mejores catedrales sean sus museos gratuitos (y cuando entro en la National Gallery me pregunto cómo hicieron estos cabroncetes para guindarnos la Venus de Velázquez). Admiro que se trate de «una nación de tenderos», como los despreciaba Napoleón , y la fuerza implacable de su City. Me encanta evocar la Chelsea de Clapton y los Pistols, y también su federación de barrios, cada uno con su carácter y todos con sus calles secretas, inesperadas, a veces con sigilos seculares. Le perdono sus precios majaras, que la convierten en la mejor ciudad del mundo con guita en el bolsillo y una de las más crueles si andas pelado. Me fascinan sus colores mezclados (el 35% somos nacidos fuera). Celebro que su mejor gastronomía sea la india y no el gomoso «fish & chips».
« L ondres es la más grande ciudad del mundo ». Lo proclamó ayer la señora May. No es mi tipo (me espanta su provincianismo brexiter). Pero esta vez tiene razón.
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