Cambio de guardia

Liturgias del exceso

¿Qué queda de un ceremonial religioso después de que los dioses hayan huido? Alcohol, brutalidad, estruendo…

Gabriel Albiac

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Al éxtasis, llama Galeno una «locura pasajera», como a la locura llama un «éxtasis permanente». Ciudadano romano y escritor griego, Galeno tiene en mente los ritos de Eleusis: el éxtasis, secreto y desmedido, de la fiesta litúrgica. En la cual, todo límite, toda mesura se transgreden. La fiesta es la liturgia del exceso. Y su virtud es, como la de la tragedia, depurativa. Sobre la escena en donde, tras la máscara, son narradas las desventuras de Edipo, Áyax o Antígona, como sobre la noche en la que danzan, frenéticas, las ménades, un igual exorcismo es puesto en juego: el del desequilibrio que lo humano impone al mundo; y el consuelo de, al hacer de él ritual sagrado, darle un sentido.

Eso fueron las fiestas populares siempre: liturgia que regula y pone coto a esa fatídica desmesura humana, la hybris, fuente de toda desdicha para un griego. En las fiestas es escenificado aquello que el normal decurso de la sociedad prohíbe. Atenuada en el marco de un tiempo limitado y de una ritualización inalterable, la fiesta es válvula de escape de todo lo reprimido que fermenta en el alma humana; también drenaje de sus heridas. Se tolera lo que fuera de él es intolerable. Por eso, su transgresión de las normas blinda la eficacia de las normas: lo que sucede en la fiesta queda en la fiesta. Y cualquier traslación a lo real es sacrilegio. Así funcionaba entre los griegos. Exactamente igual, entre nosotros.

Los Sanfermines son hoy la pervivencia más pura de esa dimensión ritual de los festejos que describía Heródoto cuando hablaba de aquel «frenesí báquico de los griegos», en el cual los escitas «hallaban muy poco razonable ver sumergirse al dios Diónisos para inducir a los hombres a la locura». Cada siete de julio, en Pamplona, como en la Eleusis de las grandes ceremonias dionisíacas, una semana dedicada al culto de alcohol y virilidad primaria parece plantear cierta funcionalidad enigmática, inmune a la erosión del tiempo. La misma que Erwin Rohde planteara acerca de los «misterios» eleusinos: «¿Cómo podía conciliarse en el mismo pueblo este grado de excitabilidad con el equilibrio de los sentimientos mantenidos por la autocensura dentro de límites muy rígidos», que define al ciudadano griego? Como compensación, sin duda. Y como contrapeso de equilibrio. Porque, contra lo que pudiera parecer al espectador, los excesos de los ceremoniales báquicos estaban herméticamente codificados. Empezando por el hecho de que sus oficiantes eran, en el inicio, sólo mujeres: bacantes y ménades. Y que la ebriedad, que en sus ritos prima, es la de un arrebato místico que alcohol y drogas potencian. «Un espectáculo religioso», concluye Rohde… O sea, «mucho más que un espectáculo».

¿Qué queda de un ceremonial religioso después de que los dioses hayan huido? Alcohol, brutalidad, estruendo… Tras esa ceniza de lo que fue sagrado, lo peor siempre acecha. Ya sin límites. Venimos viéndolo.

Liturgias del exceso

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