Gabriel Albiac

Lampedusa

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Gabriel Albiac

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Deferente y lejano, el príncipe Salina atiende, en su apartado palacio de Donnafugata, al ingenuo Chevalley di Monterzulo. Y sabe que su entusiasmo por modernizar Sicilia reposa sobre un sueño. O mejor, sobre una ignorancia primordial de aquello que en la isla es inalterable. Los sicilianos -sabe el príncipe- son dioses: toda modernidad se estrellará con ellos. No va un dios a admitir ser sometido al anecdótico dictado del tiempo; de la historia, que es su nombre solemne. Ni siquiera un dios caído.

Nada dice de eso a su ilustrado interlocutor: es demasiado cortés el príncipe para permitirse tal cosa. Y demasiado exquisito para tolerar que la horrible prosa política arruine el sosiego de la bella estancia en que su huésped debe ser agasajado. Los pensamientos tristes que lo horadan no turban en ningún momento la armonía de sus gestos mundanos: lo que importa debe quedar en silencio. Lo que importa, lo que no dice, lo que musitará tan sólo para sí cuando, a la mañana siguiente, el político liberal haya partido: «... Nosotros fuimos los Guepardos, los Leones; los que nos sustituirán serán los chacalillos y las hienas; y todos, Guepardos, chacales y ovejas, continuaremos creyéndonos la sal de la tierra».

Momento oportunísimo de traer a Lampedusa. Hoy. A este Madrid de chacalillos, de hienas, de ovejas. Sin guepardos

La Casa del Lector, en el madrileño Matadero, homenajea estos días al gran Giuseppe Tomasi di Lampedusa. Quien, de puro elegante, eludió incluso el esfuerzo de publicar su novela: la más grande de la literatura italiana del siglo XX, una de las más grandes de la literatura sin adjetivo. Il Gattopardo vio la luz en 1958, un año después de su muerte. Por el empeño de un excepcional editor: Feltrinelli. Nadie que haya leído esa novela escapa al estupor doble de lo excesivo y de lo perfecto. ¿Cómo ha podido un hombre entregar así su vida a un solo libro? ¿Cómo ha podido, en su amable desdén hacia lo humano, avenirse de este modo a que esa obra se perdiera? Tal vez por algo muy cercano a la vergüenza del protagonista de uno de sus cuentos, al cual reprocha la sirena de él enamorada no haber sabido morir a tiempo, cuando era «hermoso y joven», mucho antes «del dolor y la vejez».

El Matadero homenajea, sabiamente, al príncipe de Lampedusa bajo la sola advocación que su intemporal displicencia admitiría; la más bellamente estéril de las ocupaciones: Lampedusa, lector. De la lectura, supo Giuseppe Tomasi hacer clave de comprensiva benevolencia ante todo. ¿Cambia algo alguna vez? Sí. Para mal. Y por eso Salina no responde siquiera a ese que viene, cargado con sus buenas intenciones de progreso, a ofrecerle la dignidad tan alta de senador. Y la declina en favor del más sórdido pícaro de la isla: es lo que corresponde. «Todo esto no debería poder durar; pero durará siempre; el siempre de los humanos... Luego, será distinto, pero peor».

Momento oportunísimo de traer a Lampedusa. Hoy. A este Madrid de chacalillos, de hienas, de ovejas. Sin guepardos.

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