Tribuna abierta

El valor de un referéndum

«A los españoles como tales se nos pregunta poco. La democracia que tenemos no pasa de indirecta, votando a los partidos, que se dicen representativos, cada tres o cuatro años. Poca democracia directa, sin embargo, de la que apunta al corazón o al bolsillo»

Juan Brinsen

El referéndum es la expresión más habitual de la democracia directa. Desde la instauración de la democracia en España (1976), sólo ha habido cuatro referendos nacionales, contra siete autonómicos. Por regiones, Cataluña y sobre todo Andalucía (en tres ocasiones), han expresado su opinión en sede autonómica. En cambio, los españoles no hemos podido responder más que a cuatro preguntas espaciadas desde 1976. En ese año llegó la transición democrática. Se nos preguntó si aprobábamos el proyecto de ley para la Reforma Política. Los españoles dijimos mayoritariamente que sí. En 1978 se nos preguntó algo más: “¿Aprueba el Proyecto de Constitución?”, y los españoles aprobamos la Constitución, con un respaldo enorme. En 1986 se consideró oportuno preguntarnos lo siguiente: “¿Considera conveniente para España permanecer en la Alianza Atlántica en los términos acordados por el Gobierno de la Nación?”, y aceptamos: los españoles consideramos conveniente permanecer en la OTAN. El último refrendo popular fue el 20 de febrero de 2005, y se nos preguntó esto: “¿Aprueba usted el Tratado por el que se establece una Constitución para Europa?”. Aunque la participación no llegó al 43%, también lo aprobamos. Y eso es todo.

A los españoles como tales se nos pregunta poco. La democracia que tenemos no pasa de indirecta, votando a los partidos, que se dicen representativos, cada tres o cuatro años. Poca democracia directa, sin embargo, de la que apunta al corazón o al bolsillo. En Estados Unidos votan en las llamadas elecciones primarias, y por referéndum, multitud de asuntos que surgen en el interregno de los que deciden la Presidencia del país. También Suiza gusta del referéndum, por no citar al Reino Unido. En Italia han votado en referéndum hace unos meses. Todos sostenemos las instituciones con nuestros impuestos; pero en España nos faltaría tomar la palabra, pasando de vasallos a señores, de sujetos pasivos a sujetos activos. En nuestro país, el desapego de la gente hacia la política y los políticos, pese al aparente vocerío mediático, aleja la España real de la España oficial.

Sería preciso acudir de nuevo a las fuentes, beber en sus aguas, hidratarse en democracia. Con una

Administración del Estado desinflada de competencias, a menudo ineficiente, que gestiona su parodia, interna y externa (pues depende de las instituciones europeas), España vive en plena huida de sí misma desde que se consolidó el Estado autonómico, en los últimos años del pasado siglo XX, a partir de las transferencias en educación y sanidad, competencias estatales que nunca debieron trasladarse a sede regional. En los años 98-99, la debilidad del Gobierno Aznar (y posteriores), que necesitaron del apoyo nacionalista para gobernar en el Congreso, convirtieron a las CCAA en mini-Estados de cartón.

Hoy como ayer, la partidocracia sigue a lo suyo. La izquierda prefiere hablar del General Franco y la guerra civil, promoviendo rencores, para no tener que dar cuenta del caos económico y la falta de horizontes. Su querencia por una España plurinacional, tipo siglo XII, partidaria de la vuelta a las marcas y los feudos, encaja como un guante con su república de tres al cuarto, dándose a la gresca, de infausto recuerdo. Como a perro flaco todo son pulgas, y la autoestima del país está por los suelos, al azote del coronavirus se suma el azote de un PGM, uno de los peores gobiernos de mundo, expendedor de ruina y muerte, satisfecho de su mediocridad y aún más de su propaganda, en su erosión creciente de las instituciones. En cuanto a la oposición política, bloqueada o incapaz, recuerda a lo que decía por el presidente Azaña de sus correligionarios en el consejo de ministros --en las postrimerías de la guerra civil--, no tienen ni una sola idea alta.

No tengo nada en contra de votar en las próximas elecciones de la Comunidad de Madrid. En mi caso lo haré con ganas, lo confieso, después de haberme abstenido en años anteriores. Pero antes lo haría por la Nación española, en cuya defensa sugiero una sola idea alta, que descolocaría al separatismo, cubriendo su apuesta y su camino fascinado de llamas y escombros. —De acuerdo. Aceptamos el referéndum, pero nacional. Demos la palabra al pueblo español en una consulta acogida al artículo

92 de la Constitución (referéndum consultivo). Con una premisa democrática bajo el brazo, el llamado constitucionalismo, o lo que quede de él, preservaría la Constitución de 1978 del abismo al que la empujan.

1¿Está a favor de la unidad de España o de la independencia de sus Comunidades Autónomas?

De ganar el “sí” a la secesiyn de cualquier Comunidad autónoma (habría que preguntarlo por todas, no solo por Cataluña o el País Vasco), el referéndum tendría un valor más que consultivo; sería constituyente. Una desgracia abrumadora, pero así decidida por los españoles. El inventario de España S.A. lo sufrirían nuestros hijos, tanto como sus frívolos padres, que se cargaron su país alegremente -por no citar el futuro de los pobres catalanes y vascos que aún se sientan españoles, destinados a ser minorías nacionales en la Cataluña poseída (rauxa) o la Liliput vasca, año I…

El Rey Felipe, la codiciada pieza del tablero, obligado al exilio, tendría que reunir fuerzas entre esas minorías para reconquistar España, cinco siglos después; y tal vez lo consiguiera, con el apoyo de la UE... garantizando pagos a acreedores y demás jugadores de ventaja. El “sí” a la secesiyn nos borraría del mapa: un país menos, con su democracia rota, sin un céntimo y sin patria.

Pero si saliera el “sí” a la unidad de España, bastarían las urnas para recuperar el sentido común, prohibiendo el separatismo y sus alrededores; prohibirlo, no como opinión personal o cultural, sino como opción política, que genera proselitismo y voto. Sucede en otros países (hay partidos inconstitucionales que tienen prohibido acudir a las elecciones), y debería ocurrir también aquí. Ni un euro en subvenciones ni medios públicos de comunicación a su favor. Superada la prueba democrática, el separatismo se vería reducido a la conjura de unos presos.

Secundariamente, ya que las Comunidades autónomas no pueden suprimirse por Decreto, sería estimulante preguntar al pueblo, tras cuarenta años de democracia, qué nos parece el Estado autonómico. Preferiblemente, si estamos dispuestos a mantener su improductividad, tan cara y conflictiva. Llegados a ese punto, ahí va una propuesta-tabú:

2. Qué organización territorial prefiere para España:

2.1. Las mismas Comunidades autónomas que hay.

2.2. Menos Comunidades autónomas de las que hay.

2.3. Ninguna Comunidad autónoma.

Un referéndum abierto. Muchos agradeceríamos el punto 2.3, siquiera como opción retórica. Con cuatro millones de parados y las colas del hambre a las puertas de Roma, como Aníbal, el vigente e insolente Estado autonómico --con sus minucias enormes (que diría Chesterton)--, se antoja un mamotreto contrario a Internet, al WhatsApp, a las autovías y el río Ebro; a todo lo que viene de China y la UE; y, por si fuera poco, está en manos de una politiquería ramplona, depredadora de recursos, a expensas de lo público, nuestro padre putativo, que sobrevive enganchado a la deuda como una droga, tan pandémico y malgastado que solo abusan de él.

Un referéndum nacional -democracia a lo grande--, produce euforia. A ganar a los separatas; y si se atreven con las preguntas del bloque 2, las malas noticias para los políticos serían música celestial para el contribuyente… Se emplazaría una reforma de la Constitución por donde hace aguas --su Título VIII, contando con el pueblo--, y no por donde salte la liebre, en una rueda de prensa sin preguntas. Los funcionarios, retransferidos, serviríamos a una administración única; miles de jubilaciones anticipadas servirían de puente a un reajuste inédito y benéfico, que fortalecería al Estado, el empleo y la economía. El gasto público, incivil y salvaje, tendría su poda, muy necesaria, ahora que viene la primavera, y la entropía normativa, su también merecido final (en mi libro Derecho y fango hablo mucho de doña entropía). El resto es libertad.

Eso…, y que la gente hable la lengua que le dé la gana. Aunque sea de trapo y con emoticonos. Total, no vamos a entendernos. Dos españoles, tres opiniones, cantaban las Vainica Doble...

Sería un sueño intentarlo, a pesar de los pesares; o precisamente por ellos.

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Juan Brinsen es funcionario del Cuerpo de Administradores Civiles del Estado.

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