Tribuna abierta

Problema y solución

«Pedro Sánchez pretende hacernos creer que la identificación de un problema conduce inevitablemente a una solución particular, la suya, y que cuestionarla implica poner en duda la existencia del problema mismo»

José Silva

Desde un punto de vista semiótico la desconfianza se podría definir como la duda del receptor de un mensaje , ante una disparidad perceptible entre la intención aparente de dicho mensaje y el contenido real del mismo. Esta es la emoción que, por desgracia, siento cada vez que escucho a nuestro presidente del Gobierno. Es cierto que la desconfianza ha permeado todos los niveles de nuestra experiencia democrática y social, y afecta nuestra percepción de muchos políticos de toda índole y condición -casi todos, en realidad-. Pero Pedro Sánchez es especial, pues en su caso la manipulación del mensaje es siempre más refinada de lo que nos tiene acostumbrada la clase política que nos gobierna.

Las alocuciones del presidente son actos perfectamente orquestados , representaciones coreografiadas como un ballet ruso que no dejan nada al azar -legado, sin duda, del hoy denostado Iván Redondo-. En ellas se nos presenta siempre a un gobernante diferente, capaz de empatizar -término muy sanchista- con la sufriente sociedad a la que se dirige. Sánchez, a diferencia de la mayoría de políticos en puestos de responsabilidad, no elude la realidad, los conflictos de su pueblo. Sánchez es capaz de identificar y transmitir los problemas que atañen a su gobierno, y, con independencia de afinidades ideológicas, es un excelente comunicador de estos.

Sin embargo, algo chirría en ese mensaje, algo sutil, tan difícil de identificar como esencial, que despierta de manera inevitable desconfianza. Desconfianza, en este caso, más sofisticada que la generada por otros políticos más directos, que no esconden sus cartas -nadie puede decir que no sabe de los objetivos de Trump o Putin, pasando por Abascal, Iglesias o Johnson -.

Hasta ahora no había sido capaz de identificar el origen de esta crisis, cuando la comunicación de una medida que pretende resolver el problema de la vivienda y que afecta a la industria en la que desempeño mi labor profesional, la arquitectura, ha revelado la raíz de esa desconfianza, que no es otra que la asociación determinista que hace su discurso del problema con la solución; solución única que, claro está, es la que propone su gobierno, la que plantea él.

En esta ocasión Sanchez volvió a ser preciso en la identificación del conflicto: nuestra sociedad sufre un problema de acceso a un derecho constitucional, la vivienda, que afecta especialmente a los jóvenes retrasando de manera inadmisible su edad de emancipación. La existencia del problema es incuestionable y de dicha aceptación emana la solución propuesta: la intervención del mercado libre de la vivienda con medidas correctoras y punitivas para los propietarios. En este caso la duda surge no tanto por la propuesta de soluciones que, ya habiéndose aplicado en otros contextos han demostrado ser ineficaces si no contraproducentes, sino por la consideración de estas como la única salida satisfactoria ante un problema acuciante.

Sánchez pretende hacernos creer que la identificación de un problema conduce inevitablemente a una solución particular, la suya, y que cuestionarla implica poner en duda la existencia del problema mismo, cuando cualquier investigador que se precie -incluido él- debería saber que no hay problema, por complejo que sea, que no se pueda resolver por medios diversos.

La forma genera desconfianza, pero también el fondo. La complicación de gobernar reside no tanto en identificar los problemas -es el primer paso- como acertar con las soluciones, y hay soluciones más sencillas de adoptar o llevar a cabo que otras; sencillez o complejidad que depende esencialmente de la asunción o delegación de la responsabilidad última de su ejecución. Por poner un ejemplo, el problema de la vivienda es una responsabilidad colectiva, fruto de la dejadez y la falta de previsión de la administración -de cualquier signo- en las últimas décadas, de la adopción de estrategias disparatadas (como la privatización inmediata de la práctica totalidad de promociones públicas), de un régimen urbanístico rígido e inútil que del coste del suelo el principal escollo para la creación de viviendas suficientes, de una crisis económica brutal nacida tanto de la avaricia de los agentes económicos (y los ciudadanos) como de la megalomanía de la administración.

Para solucionarlo habría que atender a ejemplos realmente exitosos y duraderos en este campo , como el de Austria y, específicamente, la ciudad de Viena, que demuestran que no es la penalización del mercado, sino la existencia de una amplia oferta de vivienda subvencionada de alta calidad el factor clave para equilibrar del mercado de la vivienda, evitando la escalada de los precios de alquiler y acotando de manera indirecta la capacidad especulativa de la propiedad privada -uno de cada cuatro vieneses vive en edificios de vivienda social y el 60% de la población vienesa vive en viviendas subvencionadas.

Pero una solución de este tipo requiere de una labor responsable y una gestión compleja capaz de dar soluciones duraderas a problemas complejos (Austria lleva dedicando a esta labor aproximadamente un siglo). En nuestro caso supondría adoptar medidas estructurales, es decir, asumir no solo la existencia del problema, sino también la gestión de la solución (con una nueva legislación, una reconsideración de la estructura urbanística y del territorio, un nuevo modelo de financiación, promoción y construcción de vivienda social). Cuestiones sin duda demasiado farragosas, soluciones duraderas, pero con resultados a medio o largo plazo y, por tanto, con difícil rédito electoral en el corto plazo de una legislatura . A cambio, se nos ofrecen medidas inmediatas, más efectistas que efectivas, supuestamente irremediables, cuya responsabilidad se delega, como en otras ocasiones -la pandemia, la salida de la crisis económica, el precio de la luz- en otros agentes, (administraciones regionales o locales, Europa, los empresarios). Soluciones que aparentan ser tal cosa, si bien el tiempo demostrará que probablemente no lo son.

El populismo al uso, nacional y extranjero, de izquierda y de derechas, ha hecho de la máxima «a problemas complejos, soluciones simples» su bandera. La propuesta de nuestro presidente es más sofisticada e inquietante, pues al problema se responde con algo que es una solución solo en apariencia; una apariencia que permite comunicarlo como tal, independientemente de su efectividad real. Para este gobierno solo importan la forma y la intención del mensaje; su contenido se desprecia. Pero al hacerlo, la pretendida empatía se revela impostada. Dudamos de las intenciones últimas del mensajero -sobrevuela así la sospecha del engaño-, el proceso comunicativo se pervierte y volvemos a caer en esa emoción tan contemporánea, la desconfianza, que no es otra cosa que el primer paso hacia la desesperanza.

José Silva es arquitecto

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