Penoso fallecimiento
«Llamábamos a la residencia y decían que mi padre estaba bien. Un día dijeron que le habían puesto un poco de oxígeno»
«Casi les obligué a que se pusiera al teléfono y, para mi sorpresa, lo único que escuché fue una respiración agonizante»
Supongo que mi caso será parecido al de ciento o miles de familias que están sufriendo esta epidemia. Mi padre residía temporalmente en una residenc ia, y digo temporalmente porque tenía muy buena salud y habíamos decidido buscar un piso con algún tito de cuidador porque su movilidad no era muy buena. Íbamos todos los días a verlo, mi hermana por la mañana y yo por la tarde. Recuerdo que el último día, mientras jugábamos una partida de cartas, me volvió a repetir que si no fuera porque las piernas le fallaban él estaba muy bien.
Al día siguiente, 8 de marzo, ya no me dejaron pasar por peligro al contagio. Desde ese momento, tuvieron a los residentes aislados en sus habitaciones compartidas, no como en otras residencias que han estado compartiendo el día a día con el resto de los residentes en los salones sin perder la actividad. En el caso de mi padre, lo encerraron en la habitación con el único medio de comunicación con el exterior que su teléfono móvil . Y durante un par de día conseguimos hacerle el día más entretenido, hasta que se le acabó la batería y nunca más volvimos a hablar con él . Fueron infinidad de veces las que comunicaciones que, por favor, cargasen el móvil de mi padre, que no sabía manejarlo, pero a pesar de sus positivas voluntades, ninguno hacía lo que decíamos. Lo pedíamos por favor, ya que era la mejor medicina contra la soledad ... El pobre se moría de aburrimiento y de pena porque nunca aceptó la situación. Nosotros queríamos hacerle ver que tampoco podíamos salir, explicarle que había un virus letal, que nadie podía salir a la calle. Cosa incomprensible, porque en su ventana veía constantemente entrar y salir gente del supermercado. Ahora pienso que en su cabeza creyó que le habíamos abandonado .
Sin embargo, no dejábamos de insistir en poder comunicarnos con él y que nos dijesen en qué estado de salud estaba. Siempre no dijeron que estaba bien. Un día, al insistir, nos dijeron que le habían puesto un poco de oxígeno porque lo veían decaído. Casi les obligué a ponerle al teléfono y cuál fue ni sorpresa cuando lo único que escuché fue una respiración agonizante. Me quedé impactado y sólo pude decirle que lo queríamos mucho y que sentíamos la situación. M inutos después nos llamaron para darnos la luctuosa noticia.
Mi padre falleció sufriendo, agonizando y solo, e incluso rodeado de otros cadáveres, y la Fiscalía investiga el hallazgo de cadáveres en residencias de ancianos.
Nunca podré olvidar ese día tan horroroso. Todos sabemos la situación en la que se encuentran los ancianos ante este virus , e incluso la falta de recursos médicos y humanos en la que se encuentran las residencias, pero eso no es razón para darles esa horrorosa muerte. Supongo que alguien tendrá que pagar por ello.
Cinco días después, hemos podido enterrar a mi padre en el cementerio de Carabanchel, mi hermana y yo, en soledad , con frío y lluvia. No había ni una corona de flores ni una inscripción en la lápida. Nada, han sido quince minutos de una tristeza absoluta que no deseo a nadie.
Valga esta carta para rendir un pequeño homenaje al hombre que me dio la vida, un hombre que pasó una guerra y una posguerra y nunca tuvo derechos y sí obligaciones, y al que su país despidió como a un perro.
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