Tribuna abierta

Dionisio, sin «pseudo»

«Co­mo no hay un autor cuyo nombre real sea Dionisio Areopa­gita, lla­mar a éste pseu­do es ociosa infamia. No llama­mos pseu­do Platón a Aris­to­clés, ni pseu­do Tirso de Molina a Gabriel Téllez, ni pseu­do Molière a Juan Bau­tista Poque­lin»

José Guillermo García Valdecasas

Según los Hechos de los Apósteles, la predicación de San Pablo en Atenas sólo pro­dujo dos con­ver­sio­nes, una de las cuales fue la de ‘Dionisio el areopagita’ (pro­ba­ble juez del Areópa­go, el tribunal supremo ateniense). Con ese nombre iban a cir­cu­lar des­de prin­cipios del siglo VI cuatro tratados y diez cartas que a ciencia cierta no pue­den ser cosa suya, según se reconocería un milenio después. Desde enton­ces se consi­deran es­cri­tos apócrifos, hechos así para acogerse con engaño al cré­di­to de una figura vene­ra­da por la cristiandad. Ha ocu­rrido muchas veces, pero con obri­llas de po­co; no con una obra espléndida de tales proporciones – el autor menciona otros seis tra­ta­dos suyos –, tan honda y fe­cun­da, que dio origen a gran parte de la teo­­lo­gía occi­den­tal y a toda la mística. Durante once siglos la Iglesia tuvo el Corpus Dio­ny­sia­cum co­mo san­ta escuela de la fe. No es pequeño dra­ma que a la pos­tre se atri­bu­ya a ‘Pseudo-Dio­ni­sio Areo­pagita’, ignoto embaucador escarne­ci­do por ‘pseudo’ con la marca infa­mante de fal­sa­rio.

Benedicto XVI, siguiendo a Balthasar, propuso una hipótesis lu­mi­nosa: el au­tor, pa­ra catequizar la cul­tura he­lenística frente al politeísmo neo­­plató­nico, calla por hu­mil­dad su nom­bre y adopta co­mo alias el del primer repre­sen­­tan­te de esa cultura con­ver­tido al cris­tianismo. La percep­ción de su mo­des­tia es uno de esos des­te­llos re­ve­la­dores tan frecuentes en Rat­zin­ger. Gra­cias a él, advierto en el Corpus la humildad del sabio que lo escribe, y esa virtud excluye achacarle inten­cio­nes fraudulentas. De otro lado, lo del piadoso alias no me extrañaría: nadie tachó de timadoras a las mon­­jas de­ mi niñez por hacerse llamar ‘ma­dre San Feli­pe’ o ‘herma­na San Jeróni­mo’.

Pero aquí el engaño, quié­rase o no, subsiste. Pá­gi­nas del siglo quinto o sexto don­de fi­gu­ran como detalles autobiográficos estar con dos apóstoles y asistir al eclip­se de la cruci­fi­xión, o son apócrifas o alguien les puso esos embustes con fines co­mer­cia­les. Y es que la ense­ñan­za de ambos teólogos me sugi­ere una tercera hi­pó­tesis: el fraude edito­rial.

Un trata­do de autor ni célebre ni anti­­guo vale poco, mientras muchos pagarían por él una for­tuna si se atribuyese al insig­­ne dis­cípulo del apóstol más est­i­ma­do aquí (o sea, en Cons­tantinopla). El nego­cio debió de ser muy pingüe: según pien­­so, des­pués de falsi­fi­car­le la auto­ría a los tratados del gran místi­co, pasaron a re­men­dar y remedar cartas suyas para ven­der­las como si fuesen del rentable areo­pa­gita. Además de la VI, que aquí no influye, doy por apó­crifas la X (a Juan evange­lis­ta, nada me­nos) y en parte la VII (donde figura el eclip­se mencionado).

Pues bien, eliminemos estas dos supercherías, así como la única que dis­tin­go en el resto del Corpus (la de los apóstoles, DN III 2; menos importan los nombres sospe­chosos, como el del mago Elimas, VIII 6). Suprimamos, claro está, las rimbom­ban­tes portadas, adición indefectible de antiguos amanuenses y editores modernos. ¿Qué nos queda? Un conjunto de obras que ni por un instante preten­den parecer del primer si­glo. Si el docto autor se hubiese propuesto tal cosa, se abs­tendría de ci­tar a “Cle­men­te el filósofo” (V 9), cuya vida transcurrió de media­dos del siglo segundo a la segunda década del tercero. O de dirigir cuatro cartas “al monje Ga­yo” y una “a De­mó­filo, mon­je”, siendo tan notorio que no hubo monjes has­ta el cuarto siglo. Más evi­­dente aún: si quisiera despacharse por discí­pu­lo directo de San Pablo, lo ­ha­ría. Pero ja­más lo llama maestro suyo: éste fue – dice y repite – Hie­roto, de quien na­da se sabe por fuentes anteriores. Las pruebas se podrían multiplicar has­ta el abu­rri­miento.

Su obra parece amañada para un cliente beligerante contra ‘los tres capítulos’. La interpolación de los após­toles añade, como de pa­sa­da, que la madre de Jesús “había ges­­tado a Dios”; y en aquel ambiente no pudo ser por casua­lidad. Pero es asunto de­ma­siado largo para estas líneas.

Vuelvo a lo que queda: unas cartas de ‘Dionisio’ y cuatro tratados ad­mi­ra­bles, tres de `El presbítero Dionisio a su compres­bí­tero Timo­teo’ y el cuarto – muy bre­ve, quizá trunco –, ya sin nom­bre de autor, tam­bién a Timoteo. ¿No se llamaría el gran teó­logo pre­ci­sa­men­te Dionisio? Eso pudo sugerir a los falsarios lo de ‘areopa­gi­ta’. Y si fuera pseudónimo aplica­do por ta­les mer­cachi­fles, ¿qué mas da? ‘Pseu­do’ sirve pa­ra distinguir del autor verdadero al apó­crifo. Co­mo no hay un autor cuyo nombre real sea Dionisio Areopa­gita, lla­mar a éste pseu­do es ociosa infamia. No llama­mos pseu­do Platón a Aris­to­clés, ni pseu­do Tirso de Molina a Gabriel Téllez, ni pseu­do Molière a Juan Bau­tista Poque­lin.

Vamos, por favor: Dionisio a secas. Y con sumo respeto.

José Guillermo García Valdecasas de la Accademia delle Scienze (Bolonia)

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