Miradas sobre el coronavirus
¿El fracaso del Estado Social?
De todas las víctimas que esta terrible pandemia ha dejado se deduce que el grupo objetivamente más vulnerable está siendo uno que ya debía gozar de especial protección, el de las personas mayores, aquellos que, paradójicamente, con su esfuerzo y sacrificio, nos proporcionaron la manta del bienestar bajo la que nos levantamos
![Una cuidadora atiende a uno de los ancianos alojados en una residencia madrileña](https://s2.abcstatics.com/media/opinion/2020/04/17/cuidadora-anciano-kOZG--1248x698@abc.jpg)
La actual crisis sanitaria en la que estamos sumidos ha puesto de manifiesto, entre otras muchas cosas, la debilidad del ser humano. Por primera vez en años, hemos sido dolorosamente conscientes de estar sujetos a los vaivenes propios de la fragilidad de la condición humana, cuestión arrinconada por un Occidente demasiado satisfecho de sí mismo como para pensar en algo más que un prestado aplauso escrito en el aire. Hasta ahora, la muerte en masa nos visitaba, si acaso, en pequeños clips de telediario, como patrimonio casi exclusivo de aquellos que, bajo el yugo de los mercaderes de lo humano -ora subidos en una cáscara de nuez, ora atravesando desiertos- se aventuraban a la búsqueda de una esclavitud silenciada en largas jornadas de explotación bajo la promesa de un futuro mejor. Con suerte, si antes no ocupaban una anónima sepultura de sal y espuma bajo las aguas que separan nuestro pretendido Paraíso de sus eternamente deudores países de origen, estos nuevos peregrinos acababan hacinados en campamentos del descarte soñando con saltar muros construidos (o proyectados) para delimitar el feliz Edén donde reside Diké de aquellos en los que un Calicles de mil nombres aún goza de la vitae necisque potestas.
Y es que Occidente había hecho tesoro de las doctrinas que lo agitaron durante los dos últimos siglos, y yendo más allá del Estado Liberal, supo entender que los derechos, hasta entonces tenidos como subjetivos -y, por lo tanto, individuales y unilaterales- debían comprender también la innegable vis social del ser humano, dejándose iluminar por el principio de solidaridad, lo que hacía razonable exigir al Estado la garantía de ciertos derechos prestacionales, buscando la protección de cada uno de los miembros de nuestra sociedad según sus necesidades. Regalados de nosotros mismos, hemos mirado con desprecio otras culturas y épocas históricas, jactándonos de nuestro Estado Social , en el que el sistema, nacido para proteger al individuo, recibía el encargo de prestar -o, en su defecto, coordinar- determinados servicios, con especial atención a grupos vulnerables o discriminados, las célebres cinco emes: mujeres, migrantes, menores, mayores y minusválidos.
Así, todas las instituciones modernas, en mayor o menor medida, se han afanado por blindar en un sinfín de declaraciones, normas y tratados la igualdad de todos los seres humanos, sin distinción por razón de sexo, raza, edad, orientación, credo o pensamiento, y han reconocido que, en momentos de vulnerabilidad, las obligaciones sociales exigen una actuación positiva del Estado, que deben ser satisfechas con criterios de igualdad. Sin embargo, la primera vez que el sistema ha sido sometido a una tensión no achacable al hacer humano, estos hermosos y universales principios (siempre que hubieras nacido a esta parte del Edén, claro), se ha comprobado que, por desgracia, no pasaban de ser meras ficciones, con innegables éxitos puntuales, pero lejos aún de ser una realidad.
Cuando la globalización no solo nos ha traído en tiempo real cortes de pelo, bailes y comidas exóticas, y ha hecho viajar a la misma velocidad amenazas propias de otros tiempos, nuestro perfecto sistema se ha visto probado a fuego y, lamentablemente, no ha superado la prueba . Gobiernos, instituciones internacionales y estructuras políticas, acostumbrados a discursos grandilocuentes y retóricas incomprobables más allá de las urnas, debían nada más -y nada menos- que garantizar el fundamento que los vio nacer: proteger a la sociedad, especialmente a los más débiles. Pero, de todas las víctimas que esta terrible pandemia ha dejado (de las cifras oficiales al haber sido sometidas a test) se deduce que el grupo objetivamente más vulnerable está siendo uno que ya debía gozar de especial protección, el de las personas mayores, aquellos que, paradójicamente, con su esfuerzo y sacrificio, nos proporcionaron la manta del bienestar bajo la que nos levantamos y a los que no hemos permitido cobijarse con ella.
Bien por esperanza de vida, bien por patologías previas, bien por residir en lugares donde hemos debido dejar (o a veces descartar) a nuestros mayores porque la vida actual impide su cuidado. Ellos son los que están pagando con su vida la ausencia de medios. Se nos prometió un escudo social para que esta crisis no la pagasen los de siempre; por ahora, solo se ven escudos humanos formados por los miembros de nuestras familias que, con su pensión, han dado de comer en las crisis, han cuidado niños por tener los progenitores horarios inconciliables… han construido, al fin, la vida que hoy gozamos. Pero esos que hasta ahora habían parado todos los golpes, los que siempre cogían el teléfono (aunque hiciera siglos que no llamábamos) por desgracia, ya no podrán consolarnos porque ya no están. No sé si serán los de siempre, pero ya no lo serán más. La generación del sacrificio no ha muerto sacrificándose, ha muerto sacrificada .
Y no es una cuestión de triajes o criterios médicos de tratamientos intensivos en los hospitales. Bastante han hecho los profesionales sanitarios enfrentándose a una situación como ésta con las armas que les han dado. Es cierto que los recursos son limitados, lo que debería hacernos reflexionar sobre en qué y cómo los empleamos. Criterios como los de coste-beneficio, coste-efectividad o el de coste-utilidad han debilitado nuestro sistema hasta volverlo contra su propia razón de ser, que era la protección de todos, especialmente los más vulnerables, en este caso enfermos o ancianos. Y tampoco tiene que ver con sanidad pública o privada. Sería una vileza pretender hacer creer que los hospitales privados no están luchando, como los públicos, con todo lo que tienen, y lo que no, frente a la pandemia. Es una cuestión de la esencia del sistema, de para qué nació el Estado y por qué se nos llena la boca de llamarlo social. Y debía ser para proteger al débil. Apenas hasta ayer se clamaba por un sistema de pensiones que reconociera la realidad de nuestros mayores, y hoy se obvia, salvo para culpar a la administración de turno, que son precisamente los que cobraban una pensión los que están muriendo a miles sin asistencia, esperando que el buen hacer de quienes gestionan los lugares donde viven, y sobre todo la fortuna, dejen en la puerta el COVID. Muchos cuidadores se han encerrado con ellos para salvarlos, pero esto no es un triunfo del sistema: desgraciado el país que necesita héroes, pues entonces las instituciones habrán fracasado.
Y no vale decir que es una emergencia o una crisis. Es perfectamente previsible que durante una situación así los que más sufrirán serán los grupos más desfavorecidos y vulnerables. Por eso tenían derecho a no ser abandonados. Es una exigencia consustancial al pretendido Estado Social. Porque, como decía mi abuelo, para las cuestas arriba quiero mi burro, que las cuestas abajo, yo me las subo. La garantía que debía ofrecer el Estado la han prestado, como siempre desde el comienzo de la humanidad, ciudadanos anónimos. Lo que prueba que materia prima hay. Pero para ese viaje, no hacían falta alforjas. Esta pandemia ha sacado muchas cosas buenas de los hombres: ha visibilizado servicios hasta ahora ignorados (transportistas, alimentación, cuerpos de seguridad…), y ha aunado al pueblo frente a un enemigo común. Como siempre había sucedido, porque simio ayuda a simio. Pero no es aceptable la comparación con los tiempos de guerra. Esto no es una guerra. En un conflicto armado hay una parte del estado preparada para hacerle frente, y hombres y mujeres que entregan su vida a esa causa defendiendo a quienes no se puede defender por sí mismos. No se pide a la policía que vaya a la guerra, y que además continúe garantizando el imperio de la ley en las calles. Y eso hemos hecho, por ejemplo, con el personal sanitario, exponiéndolos a un riesgo sin precedentes, sin medios ni recambio, al tiempo que debían seguir adelante con el servicio que ya prestaban, obligándolos así a tomar decisiones éticas extremas en tesituras en las que nunca debieron estar.
Y lo peor es que el silencio de quienes nos faltan solo por haber nacido antes, por estar enfermos al vivir una posguerra, o por no tener casa propia por venderla para pagar las inabarcables cifras de las casas de sus hijos, ni siquiera se ha roto con un Requiescat in pace. Féretros anónimos sin derecho a un adiós. Ni a un luto nacional. Solo les esperaba el frío abrazo de la Muerte, la misma muerte tantas veces llamada a nuestro lado que, al cabo, queremos volver un derecho. Y es que, por desgracia, parece que, aunque fundada para que ninguna crisis la venciera, la primera vez que la enfermedad ha venido a destruir la bien edificada ciudad de Schuman y Fontaine, lo que no ha sido pasto del COVID, lo ha sido del sistema.
Javier Belda Iniesta, prof. Ordinario de Historia del Derecho y de las Fuentes Canónicas, UCAM; vice-preside Internacional y Jurídico, Pontificio Instituto Teológico Juan Pablo II para la Familia.