La Iglesia que no se ve

La muerte de Antonio César Fernández, misionero salesiano asesinado el pasado viernes durante un ataque yihadista en Burkina Faso, emplaza a la sociedad a volver sus ojos hacia esa Iglesia que en las peores condiciones contribuye al desarrollo, no solo moral, de los pueblos más desfavorecidos del mundo. La enfermedad, la pobreza o la amenaza del fundamentalismo no han logrado hacer mella en la obra que desarrollan los misioneros españoles, especialmente en África, donde no han sido pocos los que han entregado su vida en un sacrificio que pone de manifiesto la magnitud de su entrega. Casi cuatro décadas llevaba el salesiano cordobés en el continente en el que encontró la muerte, uno de los riesgos a los que se enfrentan los religiosos españoles -alrededor de 12.000- que trabajan en los denominados territorios de misión. Es la tarea de esta Iglesia humilde e ignorada, formada por genuinos apóstoles, la que permanece oculta, como un inmenso iceberg de fe cuya única parte visible es la que proyecta a la opinión pública -sobreexpuesta por medios que no han dudado esta crisis para socavar la imagen de la Iglesia- la corrupción de una institución herida por el escándalo de los abusos sexuales.

En vísperas de la celebración de la cumbre convocada en la Santa Sede para combatir esta lacra, la Iglesia anunció ayer la expulsión del sacerdocio del ya excardenal Theodore McCarrick, que fue arzobispo de Washington. Más allá de estas medidas, puramente administrativas, es el Código Penal el que ha de aplicarse, con denuncias directas e internas, y con la mayor dureza, a los criminales que han abusado de menores con su disfraz de curas u obispos, ataque deshumanizado a la parte más vulnerable de la sociedad, los niños, y atentado contra una Iglesia cuya imagen y obra misionera distorsionan con sus delitos.