Luis Ventoso

El harakiri

Luis Ventoso

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Realmente es muy curioso. También bastante desolador. Deténganse a pensarlo solo un instante: ¿han escuchado alguna vez a Sánchez o Iglesias hablar bien de su país y en clave de éxito? ¿Los han oído elogiando con satisfacción algo de lo que hacen los españoles? ¿Han mostrado en una sola ocasión el más mínimo orgullo por la historia de una nación de tamaño medio que llegó a ser la mayor potencia mundial que ha existido? ¿Los han visto replicar claramente al separatismo xenófobo que España es un proyecto secular y extraordinario, mucho más moderno, fraternal y constructivo que la regresión a las taifas cainitas? ¿Han reconocido alguna vez que España, gracias al estoicismo, laboriosidad e ingenio de su pueblo, ha salido en tiempo récord a la sima de una quiebra? ¿Han ensalzado que somos el país grande de la UE que más crece y el que está creando más empleo? ¿Han aplaudido alguna vez la competitividad de nuestras multinacionales, o destacando el hecho de que el país labriego del «que inventen ellos» se ha convertido en una potencia exportadora? ¿Son Pedro y Pablo capaces de festejar la alegría de vivir única de los españoles, la seguridad de sus calles, los deleites naturales, monumentales y gastronómicos que hacen que bata registros de visitantes? ¿Se sienten orgullosos del país de Velázquez, Cervantes, Valle-Inclán, Picasso y Gaudí? ¿O acaso les ponen más «Juego de Tronos» y la NBA?

Curioso lo de España, está a un paso de ser un país de élite y a otro de complicarse la vida

La respuesta a todo lo anterior es un enorme «no». De un modo casi patológico son incapaces de decir algo bueno de su país. Lo que enfatizan, al igual que algunas televisiones que se lucran con el apocalipsis, es sencillo. Disculpen la expresión que lo resume, pero es la más clara: todo lo nuestro es una mierda.

La situación de España es paradójica. Ha mejorado muchísimo en solo treinta años. Está a un paso de las puertas del cielo. Pero se ha empecinado en llamar a las del infierno. Por una parte, cuenta con todos los mimbres para convertirse en un país de élite. Solo le falta autoestima y, sobre todo, más orden organizativo y respeto por sus propias leyes e instituciones. Pero por otra parte, se ha sumido en una espiral paralizante de derrota y denigración de todo lo suyo, empezando por su democracia. Chapotea en una marea de auto desprecio, resultado del dolor de la crisis, de su insólito mapa televisivo y de la demagogia populista y separatista (la corrupción también golpea a Italia y Francia y no se hacen el harakiri).

El problema es que esa demolición de todo lo nuestro empieza a erosionar los pilares de nuestra democracia y convivencia. En España ya se sueltan con toda naturalidad asertos tan emponzoñados como que si no te gusta una ley debes incumplirla. También ha retornado un talante excluyente propio de los totalitarismos del siglo XX, que convierte al adversario ideológico en un apestado intocable.

Entre tertulias al rojo vivo, salsa rosa y cocineros sin cuento valdría la pena emitir unos sencillos anuncios que recordasen aquel aviso de Karl Popper: «Los que prometen el paraíso en la tierra nunca trajeron más que el infierno».

Ojalá que España logre desactivar la bomba de odio y atraso que ella misma está cebando.

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