Cambio de guardia
«Gobierno de progreso»
Esta doble necedad: «Progresar es bueno», «progresista soy yo y mi enemigo es regresivo»

En el año 2004, encargué a Gustavo Bueno, para la colección que yo dirigía, un ensayo contra los tópicos políticos. Bueno era la autoridad indiscutida del pensamiento español. También, para mí, el pensador mayor de nuestro siglo veinte.
Él me remitió un «panfleto». Que era ... un tratado exhaustivo sobre la democracia. Un «panfleto» contra nuestros políticos, que era un compendio de erudición y de ingenio. Desmenuzaba la inmensa tomadura de pelo, la gran estafa política de la España contemporánea. Y esa tomadura de pelo tenía un nombre: la invocación del «progreso histórico» como trivial religión, en cuyo nombre todo queda permitido a aquel que manda. El progreso, solía repetir don Gustavo, en uno de aquellos axiomas letales tan suyos, «es el nombre laico de la providencia divina». Tan infundado como ella. Y, en tanto que se finge racional, mucho más engañoso.
He tomado de mi biblioteca aquel volumen, que el maestro tuvo a bien dedicarme, tras leer el infantil comunicado al cual los inimaginablemente vanidosos Sánchez e Iglesias llaman un «acuerdo de gobierno». A Bueno, que era mucho menos paciente que yo, le hubiera desencadenado un ataque de justa ira. Estoy seguro. ¿Qué deriva de la lectura de ese «acuerdo»? Tan sólo una expresión sacramental: «Gobierno de progreso». Repetida hasta la náusea por los firmantes y sus súbditos. Como una litúrgica evidencia que eximiera del esfuerzo de aclarar qué es lo que, en ella, el sustantivo «progreso» significa.
Rastreemos nosotros ese significado que nuestros asalariados de lujo nos ocultan. La palabra «progreso» es reciente. No aparece en el más antiguo diccionario español, el Tesoro de Covarrubias de 1611. Su primer registro es el del Diccionario de autoridades, ya en 1737, que lo da como «continuación ó adelantamiento de alguna cosa ó en alguna materia», bajo la filiación del latín progressus, participio sustantivado del verbo progredior que significa «salir de casa o avanzar». Pero se «sale de casa» para pasear o para asesinar. Indistintamente. Se «avanza» hacia la gloria o hacia el patíbulo. Y en ninguna de las dos cosas hay más «progreso» que en la otra. Ni menos. La vida es sucesión (progressus) en el tiempo. Todo humano, aun el más pasivo, está en progressus: se mueve. O está muerto. La modificación no es un factor valorativo.
¿Qué es lo que hacen los políticos cuando superponen una valoración sobre un dato universal? Alzar una mitología ventajosa. Que se resume en esta doble necedad: «progresar es bueno», «progresista soy yo y mi enemigo es regresivo». Esa sencilla operación trueca la gestión del poder en una teología política: hacia el cielo o contra el cielo. Y no hace falta insistir sobre las consecuencias trágicas que tal asunción por los políticos de la potestad salvífica han tenido para la edad moderna. Si el progreso es la providencia que nos conduce al paraíso y si la guía de ese celestial destino ha sido puesta en mis manos, entonces todo, absolutamente todo, me está justificado. Lo peor del siglo XX vino de eso: la negra noche de los totalitarismos.
Progreso es todo en el decurso del animal que existe en el tiempo, es la secuencia irreversible del tiempo. O bien, es el engaño de quienes pretenden poner esa secuencia bajo el cobijo de un sentido guiado por el Dios-Historia. El maldito «sentido», que tan sólo genera mentira y muerte. El maldito «sentido» que -enseñaba Spinoza en el siglo XVII- es el padre y gestor de todas las esclavitudes. Esclavitud: Sánchez, Iglesias.
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