Cambio de guardia
El don devuelto
¿Puede a alguien extrañarle que quienes ponen el dinero desde Europa exijan controlar su uso?

Marcel Mauss, bajo cuya autoridad nace la etnología como ciencia en los inicios del siglo XX, encabeza su fundacional Ensayo sobre el don del año 1925 con la transcripción de uno de los más viejos poemas (fechable en torno al siglo X) de la Edda ... escandinava, que se cierra con esta estrofa: «Es mejor no pedir / que sacrificar demasiado: / porque un regalo concedido exige siempre la contrapartida de un regalo. / Es mejor no aportar ofrenda que excederse en ella». Y, a lo largo de sus poco más de doscientas páginas de inteligencia erudita, Mauss va preparando, como un teorema matemático, su conclusión. Que es tanto una hipótesis funcional para descifrar las sociedades a las que llamamos «primitivas», cuanto un axioma intemporal de la ética humana: «El don no devuelto hace aún más inferior a quien lo acepta». El más sobresaliente de sus discípulos, Claude Lévi-Strauss, formulará la paradoja en su forma irrebasable: en las sociedades humanas -en todas-, el regalo es un acto de guerra. Y, como tal, debe ser apaciguado por el regalo. «Una transición continua existe de la guerra al intercambio de regalos», y sólo ese intercambio «consuma el tránsito de la hostilidad a la alianza, de la angustia a la confianza, del miedo a la amistad».
¿Ha habido un don de la Europa productiva a la subsidiada -de la cual, para nuestra desdicha, somos parte- en el acuerdo, anteayer, de la UE? Sin duda alguna. ¡Y de qué dimensiones! Sin los 140.000 millones de euros (reflexionen los de mi edad lo que eso significaría en las viejas pesetas), aportados por quienes los tienen, el sur de Europa naufragaría este invierno en lo más hondo del tercer mundo. Negar que ha sido así, no sólo es una inelegante exhibición de ingratitud hacia quienes salvan con ellos, entre otras cosas, nuestras prestaciones médicas y nuestras pensiones. Es, sobre todo, violar la regla básica del don. Calificar despectivamente de «frugales» a quienes nos están dando de comer, puede ser una reacción de rencor comprensible. No poner coto a ese rencor es adentrarse en una confrontación en la cual nada tenemos que ganar. Y sí todo que perder. Al fin, y a la hora de no pasar hambre, prefiero de lejos ser administrado por los competentes «hombres de negro» que por los infantilizantes peones de Maduro.
Las cosas han salido todo lo bien -o todo lo menos mal- que era posible. El regalo recibido es fabuloso: no ha habido uno así desde el plan Marshall. Y, bien administrado, puede salvarnos. De la ruina: de la ruina como no la hemos conocido desde los años treinta del siglo veinte. Bien administrado. ¿Puede a alguien extrañarle, a la vista de las estrafalarias habilidades de la administración española, que quienes ponen el dinero desde Europa exijan controlar su uso? Es la única esperanza -para nosotros aún más que para ellos- de no verlo trocarse en humo. Como aquí en humo se trocó toda riqueza en los últimos cuarenta años. En humo, es decir, en misteriosas cuentas ocultas: bien de gangs familiares (Pujol, según los jueces), bien de gangs de partido (la Andalucía socialista, según los jueces).
Un regalo formidable -y éste es el más formidable que España ha recibido nunca- habla necesariamente -tal es la tesis de Mauss- de una derrota formidable. Tomemos nota de lo sucedido. Y soñemos con el día de devolver hasta el último céntimo del regalo: nosotros o nuestros hijos. Con la certeza de que sólo entonces seremos, de verdad, europeos libres; e iguales. No sólo subsidiarios; e inferiores.
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