Editorial ABC

Fugitivo, no exiliado

Los exiliados de los años treinta se marcharon de España fruto de una cruenta guerra civil con cientos de miles de muertos, y Puigdemont se ha fugado tras dar un golpe viviendo con lujo

ABC

La equiparación que ha hecho el líder de Podemos y vicepresidente segundo del Gobierno, Pablo Iglesias, entre un prófugo de la Justicia como Carles Puigdemont y los exiliados republicanos en los años treinta es más propia de un manipulador compulsivo de la historia que de un servidor público. Entre otros motivos, porque no solo no es posible establecer comparación alguna, sino porque es mentira. No se trata de una cuestión opinable, sino de una abyecta perversión de la realidad que además tiene repercusiones políticas. Iglesias está empeñado en reabrir muchas heridas emocionales que ya consiguió cicatrizar la Transición, y además, eso es lo más tóxico, lo hace insultando la memoria de quienes se vieron forzados a sufrir una experiencia tan dolorosa.

El relato, fabricado a sabiendas de su hipocresía histórica, es falso de principio a fin. Carles Puigdemont fue un presidente legítimo de la Generalitat de Cataluña hasta que decidió subvertir el orden constitucional declarando unilateralmente la independencia. Después, y sin siquiera tener el arrojo de dar la cara ante los jueces, huyó de España de manera vergonzante hasta hallar un destino, Bélgica, que sigue protegiéndole inexplicablemente y vulnerando a conciencia el espíritu y la letra de la euroorden. Puigdemont es un presunto delincuente huido, pendiente de responder por una acusación muy grave de sedición, y vive protegido en Waterloo mientras su mujer ha sido privilegiada con un oneroso sueldo público a cargo de la Generalitat. Más aún, Puigdemont desoyó en 2017 una decena de requerimientos y advertencias del Tribunal Constitucional, promovió leyes autonómicas ilegales, y utilizó el sistema democrático para tratar de derruirlo convocando un referéndum secesionista sin autorización, prostituyendo las prerrogativas propias de un presidente de la Generalitat. A partir de ahí, cualquier equiparación que se permita Iglesias con un solo exiliado es una broma de mal gusto y una indignidad. Es una indecencia política que requeriría de una respuesta contundente de esa izquierda republicana habitualmente tan envalentonada que ahora, extrañamente, guarda un silencio casi total con tal de no desairar a quien le insulta.

Los exiliados republicanos se marcharon como consecuencia de una cruenta guerra que causó cientos de miles de muertos y miles de represaliados por ambas partes. No vulneraron la ley y Puigdemont sí, porque trató de dar un golpe de estado separatista. Muchos de ellos se fueron en la pobreza, y Puigdemont vive mantenido a cuerpo de rey desafiando a las instituciones europeas. Cabe preguntarse, en efecto, dónde está esa izquierda que debería sentirse ofendida por las palabras de Iglesias. El líder de Podemos se ha apropiado de un discurso exculpatorio de ETA, defiende a partidos y líderes golpistas, promueve una ley prohibida como la de amnistía, se adueña de los escraches contra líderes de la derecha, pero los deplora cuando le afectan a él…, y ahora le hace la campaña a Puigdemont, que no deja de ser el desfasado profeta de un partido conservador al que nadie echa de menos en Cataluña. Pero Pedro Sánchez, Carmen Calvo y ese PSOE tan combativo con su sectario concepto de la «memoria democrática» callan, o simplemente matizan de modo cómplice, sin desautorizar tanto desprecio a muchos exiliados con principios y memoria. Lo de Sánchez ante Iglesias empieza a ser más un dañino complejo de inferioridad que una sumisión política condicionada por el poder. En una cosa sí tiene razón Iglesias: no se fía de Sánchez. Pero para eso no hace falta maltratar el recuerdo del exilio ni erigirse en abogado de un sedicioso huido y carente de moral.

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