Dos fraudes
España es un país libre en el que todo lo que no está prohibido está permitido; y en el que la Ley se cumple
Inés Arrimadas ha sugerido desobedecer a los Mossos cuando actúen como «policía política». Lo contrario de la libertad, mucho más que la tiranía, es el caos. El juego de un Puigdemont derrotado, fugado y enloquecido, es encender las calles y que el tumulto desbocado disimule su cobardía, su falta de inteligencia y el fin de recorrido de su estrategia política, si es que alguna vez tuvo alguna. El juego de Ciudadanos es, desde el otro lado, exactamente el mismo.
No es delito poner o quitar lacitos, pero es estúpido, prebélico y antipolítico. Es seguro que no conduce a ninguna solución y es bastante probable que acabe generando una violencia vecinal que batasunice todavía más la vida pública catalana. Puigdemont mintió a los catalanes prometiendo que, si podía gobernar, regresaría a Cataluña «porque ser vuestro presidente merece el riesgo de ir a la cárcel». Ciudadanos prometió ser la solución al conflicto, despreciando la labor del gobierno de Mariano Rajoy, pero en nada se ha notado que ganaron –¿se acuerdan?– las elecciones. Los dos grandes vencedores de la noche del 21 de diciembre fueron Arrimadas y Puigdemont, y en estos ocho meses se han convertido en los dos mayores fraudes de la política catalana. Ambos quieren ahora usar a los catalanes de escudos humanos en una sucia pelea callejera.
Puigdemont, que tanto reclama un Estado, se comporta como el hechicero de una tribu, y doña Inés, llamando a desobedecer a la policía cuando nos mande algo que no nos guste, clamorosamente empata con los líderes de la rebelión secesionista, fugados o encarcelados, contra los que tanto se supone que lucha.
Si Ciudadanos tiene algo que plantear sobre los lacitos, que ponga las denuncias que estime oportunas. España es un país libre en el que todo lo que no está prohibido está permitido; y en el que la Ley se cumple, como quedó demostrado con la aplicación del artículo 155: desde entonces, nadie se ha pasado de la raya en Cataluña. Sobre ello debería reflexionar también el PP, por mucha prisa que tenga Pablo Casado por llegar a La Moncloa: azuzar a la turba es peligroso, patético y algo definitivamente alejado de la moderación desde la que se resuelven los problemas y se ganan las elecciones, como aprendimos del presidente Rajoy y de la limpia eficacia con que sofocó el golpe que se produjo en Cataluña.
El Gobierno tiene que actuar con determinación pero no puede hacer seguidismo de lo que a cada momento griten las histéricas, los lunáticos y los mentirosos. El independentismo ha sido derrotado, reducido a los límites de la legalidad y puesto ante el espejo de su desarticulación, de su carácter minoritario y de su mediocridad. Cualquier desafío que vuelva a plantear tiene que ser perseguido de un modo implacable, aunque de todos modos es improbable que se produzca, porque a todo el mundo le ha quedado claro que lo único que espera a quien atente contra el Estado es el destierro o la cárcel. Todo lo demás es agitación y propaganda.
El presidente del Gobierno no es un manifestante ni un tertuliano, ni un Narciso como Albert Rivera, que de tanto mirarse en el espejo se ha perdido dentro de él. Tampoco puede comportarse como estos resentidos de la derecha histérica, que tras haber militado en los más truculentos socialismos, pretenden ahora darnos lecciones de libertad.
Los países serios resuelven sus diferencias con la creación política y cumpliendo y haciendo cumplir la Ley. La policía no es opcional y las calles están para pasear –a poder ser sin ensuciarlas– hacia los restaurantes a celebrar la vida, el amor y la amistad.