Algo pasa ahí
Nadie comete atentados en nombre del libre mercado o la religión mormona...
El 22 de mayo del pasado año, Salman Abedi, un joven de 22 años nacido en Mánchester y de ancestros libios, se suicidó haciendo explotar una bomba casera que portaba en una pesada mochila. La detonó en el vestíbulo del Manchester Arena, en el momento en que una riada de personas, la mayoría jóvenes, salían de un concierto de Ariana Grande, una cantante estadounidense que encandila al público púber. La deflagración fue terrible: mató en el acto a 22 personas, muchas de ellas niños, y dejó 112 heridos graves.
Tras el atentado, los británicos comenzaron a preguntarse qué había fallado. ¿Por qué un muchacho nacido en Inglaterra, que incluso había llegado a la universidad, abrazó el terrorismo islamista y desató tal espanto? Pronto emergieron detalles de la historia de la familia Abedi. Su padre y alguno de sus hermanos habían combatido en Libia, enrolados en facciones islamistas que lucharon contra Gadafi. Aún así, los progenitores llegaron a Inglaterra en calidad de refugiados y recibieron numerosas ayudas del todavía generoso sistema asistencial británico. ¿Por qué no funcionó el supuesto éxito multicultural, la integración? Los Abedi, muy píos, frecuentaban la mezquita de Didsbury, un barrio suburbial de inmigrantes a ocho kilómetros del centro de Mánchester. Ahora la BBC acaba de acceder a la grabación de un sermón pronunciado seis meses antes del atentado en la mezquita donde oraban Salman y los suyos. El imán, Mustafá Graf, un individuo bajito, barbado y de gafas, ataviado con una túnica, advierte en perfecto inglés a sus feligreses que no pueden «no hacer nada» ante el papel de británicos y estadounidenses en la guerra de Siria. Y acto seguido les indica lo que deben hacer: «La yihad es el camino de Alá. Es tiempo de actuar y no solo de hablar». También han aparecido vídeos y fotos del imán megáfono en mano en protestas radicales en Londres y Mánchester. A su vera, Salman Abedi, el futuro terrorista suicida del Manchester Arena.
A estas horas, ese imán que hace apología del terrorismo sigue tan ancho en su mezquita mancuniana, vistiendo y viviendo como si estuviese en un país rigorista musulmán. Cuando un reportero lo visita para preguntarle por los sermones grabados donde anima a atentar contra el infiel, el tipo lo niega mascullando una frase displicente y se aleja con gesto airado, transitando envuelto en su túnica por una Inglaterra paralela.
Nadie comete un atentado en nombre del libre mercado, o de la religión mormona o budista. Casualmente, casi todos los ataques terroristas que hoy sobresaltan a Occidente, como el de anteayer en Cornellá, los protagonizan integristas de fe mahometana. Ante esa realidad se pueden tomar medidas: investigar de qué se habla en las mezquitas, controlar los flujos migratorios, lanzar programas potentes contra el fanatismo. O podemos hacer el avestruz y seguir despotricando sobre lo malísimos que son Trump e Israel. Asombra, por ejemplo, la pasión por el movimiento #MeToo mientras se guarda un correctísimo silencio ante la flagrante subyugación de la mujer en el mundo islámico.