Fotos de familia

Como a mi generación no se nos educó para ser monárquicos, yo no lo soy de cuna. Pero lo soy por conveniencia

José María Carrascal

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Las fotos de la Familia Real a su llegada a Palma muestran, mejor que cualquier comentario, el ánimo que reina en ella. Don Felipe ha llegado a la cincuentena en plena forma física y mental. Se mueve con seguridad y firmeza, como quien conoce el terreno que pisa, sin temer los desafíos. Que haya vuelto como rutina a Baleares, sabiendo que, con Valencia, va a ser la que siga a Cataluña de triunfar los independentistas, confirma su madurez superior. Como al abordar los problemas de su padre. «Está fastidiado», dijo. Seguro que Don Juan Carlos hubiera elegido otro participio.

Doña Leticia es, una vez más, la madre de familia pendiente de su prole. No deja de mirarla y su sonrisa es más protocolaria que natural, como la de quien teme a todo el que se acerca, políticos, financieros, periodistas, fotógrafos, público general, sabiendo que siempre buscan algo, la mayoría de las veces no recomendable, y con buenas razones. Esa forma que tiene de echar los brazos sobre los hombros de sus hijas, casi tan altas ya como ella, es su típico gesto defensivo.

Mirando a la mayor, siempre me vienen a la cabeza los versos de Rubén «la princesa está triste, ¿qué tendrá la princesa?». Pero enseguida me doy cuenta de que no estoy ante una metáfora modernista. La Princesa de Asturias es una niña a la que se le ha robado la infancia, «el único paraíso de nuestra vida», según dijo alguien que ahora no recuerdo. Ya sé que le ocurre a millones de niños hoy en el mundo, por la estulticia de los adultos, pero su caso es distinto: no por faltarle lo más elemental –la comida, la educación, la vivienda, el futuro–, que tiene en abundancia, sino por haberle sido inculcado, desde que accedió a la razón, que sobre ella va a caer el peso del Estado español. Y conforme se va dando cuenta de lo que eso significa, la sonrisa se mustia en sus labios. No necesito explicarles por qué. Si a nosotros nos cuesta sonreír, a ella, más.

La Infanta Sofía, por el contrario, sigue en el paraíso de la infancia. Actúa espontáneamente, sonríe sin cesar, incluso juega en los momentos más solemnes y no parece temer a las personas ni al futuro. Esperemos que siga así mucho tiempo.

Esa es nuestra Familia Real, no muy distinta de la inmensa mayoría de las familias españolas, con un padre serio, excepto cuando están en la intimidad, con un puesto de trabajo amenazado, como el de tantos otros, pero dispuesto a mantenerlo con cuantos esfuerzos hagan falta, una madre celosa y consciente de los peligros que les amenazan y dos hijas, la mayor ya adulta, por la carga que le ha caído encima. Como a mi generación no se nos educó para ser monárquicos, yo no lo soy de cuna. Pero lo soy por conveniencia, y me congratula tener una Familia Real tan normal y responsable, sobre todo si pienso en el inmenso lío que tendríamos para nombrar un presidente de república si no somos capaces de nombrar presidente de Radiotelevisión Española.

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