Forgendros
Forges tuvo el poder demiúrgico de crear un lenguaje, de inventar palabras que acabó adoptando el habla de la calle
A Forges le llamábamos humorista gráfico, viñetista o dibujante, pero su verdadera dimensión fue la de un comunicador capaz de un logro que muy pocos tienen a su alcance: el poder demiúrgico de crear un lenguaje. La propiedad de inventar palabras que el pueblo hace suyas incorporándolas al habla corriente de la calle. Hasta la Academia acabó aceptando «bocata», quizá la más popular de sus lucubraciones verbales, sobre las que construyó una jerga propia de neologismos, apócopes, sufijos y expresiones características de género y clase. Los forgendros se convirtieron en su primordial rasgo de estilo, más allá incluso de su peculiar elenco de personajes. El funcionario aburrido, el psiquiatra pesimista, el matrimonio rutinario, los náufragos en su islote, las gordas felices, los filosóficos blasillos o las viejas montaraces componían un microuniverso que expandía por España términos como «insoportéibol», «gensanta» o «muslamen». Durante cinco décadas pintó y puso a hablar a un país, un paisaje y un paisanaje que evolucionaban al unísono en sus viñetas con el pálpito de una transformación social inexorable.
Antonio Fraguas el Forges –le divertía la composición de su nombre y apodo convertidos en octosílabo de paródicas resonancias lorquianas– fue en sí mismo un género o, al menos, un estilo. Con Mingote, el otro gran ilustrador de su tiempo, compuso una especie de epítome gráfico del bipartidismo. Entre ambos abarcaban un retrato completo de la España contemporánea contemplada a través del prisma humorístico; cada uno con su perspectiva dibujó el boceto de una sociedad encabalgada entre dos siglos. En ese fresco mitad sociológico y mitad político, Forges enriqueció su inconfundible trazo plástico con la novedad de sus hallazgos lingüísticos. Su hecho diferencial más rotundo consistió en la incorporación de un nuevo sentido perceptivo a la viñeta: el del oído.
Como todo el periodismo español, sufrió en su última etapa una cierta contaminación del debate ideológico que le empujaba a involucrarse en un enfoque sesgado. Nunca, sin embargo, dejó de apelar a sus rasgos más transversales, los que le hacían trascender banderías políticas para encarnar a la españolidad media en su transitar cotidiano. Ahí, entre el costumbrismo y el aforismo, entre el bosquejo y el epigrama, entre la observación sociológica y el pensamiento urgente, era donde brillaba con un fulgor irrepetible, con la habilidad de un mago, con la agudeza de un vigía, con la excelencia de un clásico. Sus monigotes destilaban un punto de piedad, un halo de empatía comprensiva y clemente del que sólo los podía dotar un autor profundamente humano. Eso fue siempre, por encima de todas las cosas, el ciudadano Antonio Fraguas: una buena persona capaz de mirar la tragicomedia de la vida sin gestos amargos. Un hombre que conocía el poder de la sonrisa como terapia contra el fracaso.