La tercera
La conllevanza inflación-deuda pública
«El futuro de la inflación, los tipos de interés y la unidad europea será el que sea. Pero solo si España ha cambiado su política económica, puesto en marcha un plan inteligente de consolidación fiscal, liberalizado su mercado de trabajo, simplificado su marasmo regulatorio, modernizado su universidad y recuperado la cultura del esfuerzo, podremos evitar repetir nuestra secular maldición económica. Pero hoy solo queremos oír hablar de buenismo»

Más allá de la lógica preocupación por el incierto devenir de la nueva ola de contagios, de las disquisiciones interesadas sobre el uso e impacto de los fondos europeos y de las ensoñaciones sobre una nueva economía llena de adjetivos voluntaristas, con el cambio de ... ciclo económico, dos son los temas que este verano dominan las conversaciones de economistas y financieros, la inflación y las cuentas públicas. Dos viejos conocidos con los que nos topamos regularmente en España. Tan regularmente que quizás podríamos decir, como Ortega con el nacionalismo catalán, que solo podemos aspirar a conllevarlos.
Con la inflación hemos intentado de todo. Desde el adanismo de anunciar repetidamente su muerte a dejarnos devorar por ella y arruinar a las clases medias en el proceso. A mediados de los noventa, el Gobierno del PP, frente al escepticismo de la intelectualidad económica y política, desafió el derrotismo dominante y jugó la carta de la unión monetaria. Aznar se la jugó y le salió bien. Reconoció nuestra incapacidad crónica para controlar la inflación y básicamente subarrendó a los alemanes esta responsabilidad. Una cesión de soberanía bien armada institucionalmente en el BCE, que ha resultado un éxito y ha proporcionado años de bienestar y desarrollo económico y social. Pero que no es gratis, como pudimos comprobar en la reciente crisis financiera. Sobre todo para los países incapaces de garantizar la sostenibilidad de sus cuentas públicas.
En el relato de aquella antigua crisis, tan dura y persistente que no podemos olvidar sus lecciones, compiten dos interpretaciones muy diferentes que me atrevo a simplificar aquí. Para unos, autoproclamados progresistas, la crisis fue un shock externo, producto de la ausencia de Europa, de la falta de mecanismos de solidaridad y reparto de riesgos. Para otros, calificados de frugales, se trata de los errores y excesos de las políticas nacionales. Ambas tesis son, en mi opinión, más complementarias que sustitutivas y en conjunto explican por qué unos países, entre ellos España, sufren más que otros en cada crisis.
La política económica no es una discusión académica, no puede limitarse a actuar como si se fueran a dar las condiciones ideales de una unión monetaria óptima, sino que ha de sustentarse en la realidad política. Valgan estas elucubraciones doctrinales para enmarcar mis preocupaciones actuales. Veo un optimismo excesivo en autoridades y responsables políticos, y en muchos agentes económicos sólo preocupados de asegurarse un reparto generoso del pastel europeo. Un optimismo excesivo con las perspectivas de inflación, el déficit público español y la realidad política europea pos-Covid. Optimismo que intuyo se acerca a aquella exuberancia irracional de la que hablaba Greenspan.
La visión ortodoxa de la inflación, véanse las repetidas declaraciones de la presidenta del BCE, es que estamos ante un repunte coyuntural no preocupante. Se insiste en que las tendencias estructurales de fondo, digitalización, globalización y envejecimiento de la población, frenarán pronto este brote inflacionista meramente transitorio. Tendrán razón, pero se me ocurre que con la inflación en España al 3,5% a finales de año, como predice ahora el consenso, va a ser muy difícil evitar la espiral salarios-inflación. Añadan la revalorización automática de las pensiones y del salario mínimo interprofesional, una transición energética dominada por un mesianismo maltusiano que ya está dejando ver sus efectos en los precios de la energía y el rápido despertar del consumo privado con el fin del confinamiento. Súmenle un presupuesto fuertemente expansivo y la anunciada contrarreforma laboral y el brote inflacionista está servido. Puede que no haya problemas en la Eurozona en su conjunto, lo dudo aunque estoy dispuesto a ser benevolente. Pero en España volveremos a las andadas y el diferencial con Europa nos va a complicar la vida, perdiendo una vez más empleos y producción.
Optimismo que se extiende a unas previsiones oficiales de déficit público por debajo del 6% del PIB el año que viene. Una cifra que no será fácil financiar, pero que se verá sin duda superada por la realidad, porque la tendencia lo sitúa más cerca del 8%, incluyendo el coste encubierto de la reforma de la seguridad social, las nuevas necesidades de gasto sanitario y una subida por moderada que queramos del coste del servicio de la deuda. Además, un Gobierno que ha perdido el encanto político, que está necesitado de comprar voluntades y apalear cariño, aplazará todo lo posible las subidas de impuestos y adelantará los programas de gasto. Es la lógica fiscal inevitable de todo fin de ciclo político; la memoria histórica de los años de descomposición del 93-96. Pronto veremos anuncios maravillosos de la beneficencia y prodigalidad de nuestros administradores públicos. Sobre todo en un Gobierno que considera que el dinero público no es de nadie y que la deuda nos sale gratis porque los tipos de interés serán cero ad infinitum. Un Gobierno convencido que la situación avala un mayor intervencionismo económico, más regulación y más protagonismo productivo del sector público.
Pero quizás, es el optimismo de nuestra clase dirigente sobre el escenario político europeo pos-Covid y después de Merkel el que más me preocupa. Confundiendo deseos con realidades se afirma que Europa ya no será la misma. Da igual que desde el corazón de la Europa comunitaria se insista en que el fondo europeo es irrepetible, una respuesta extraordinaria a una emergencia sanitaria, que el contribuyente alemán no va a pagar la deuda de los españoles y que los fondos europeos, después de un primer pago simbólico, habrá que ganárselos con dolorosas reformas estructurales. Se está imponiendo un relato ficticio que tiene adormecido al país, un bello cuento de solidaridad y europeísmo por el que los españoles tenemos derecho a gastar y el BCE la obligación de comprar. Así hasta que seamos todos alemanes, aunque la renta media española haya descendido al 87% de la media comunitaria y hayamos perdido cinco puntos en solo un año. El que osa disentir de ese beatífico discurso es un cenizo compulsivo, un patán indocumentado o un antipatriota. Calificativos todos ellos que ya oímos en la crisis financiera anterior.
El futuro de la inflación, los tipos de interés y la unidad europea serán los que sean. Pero solo si España ha cambiado su política económica, puesto en marcha un plan inteligente de consolidación fiscal, liberalizado su mercado de trabajo, simplificado su marasmo regulatorio, modernizado su universidad y recuperado la cultura del esfuerzo, podremos evitar repetir nuestra secular maldición económica. Pero hoy solo queremos oír hablar de buenismo. La sociedad española, tras esta terrible pandemia, necesita alegría y optimismo. Sin duda, pero el liderazgo político está en saber encauzar esa energía positiva en construir un futuro mejor, no en agotarlo en una nueva orgía pasajera.
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Fernando Fernández Méndez de Andés es profesor de IE University
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