Editorial ABC

El año de la esperanza

Pese a la aplicación de las vacunas, la pandemia va a seguir extendiéndose durante meses, y cultivar una falsa sensación de seguridad es un error que aún costará muchas vidas

ABC

Si 2020 ha sido un año catastrófico, el año de la pandemia más mortífera conocida en un siglo, 2021 necesariamente ha de ser el año de la esperanza. Nunca hasta ahora la ciencia había conseguido avanzar tanto en tan poco tiempo y lograr la consecución de vacunas eficaces contra una enfermedad absolutamente desconocida hace solo unos meses, y que aún hoy conserva grandes misterios sobre sus mutaciones, su evolución y su capacidad mortífera. El esfuerzo dedicado por científicos, industrias farmacéuticas, laboratorios y gobiernos que han favorecido la investigación a tiempo completo ha sido ingente e inédito en la historia de la humanidad. Hoy la vacuna no es solo una expectativa en periodo de experimentación, sino una esperanzadora realidad que debe servir al planeta como un severo recordatorio de debilidad humana ante la naturaleza. La vacunación es el remedio, el único camino posible hacia una nueva normalidad que en adelante difícilmente será idéntica a la que teníamos antes, ni siquiera cuando con los meses se pueda lograr la ansiada inmunidad de rebaño. Sin embargo, el proceso de vacunación va a ser difícil. A ningún Gobierno, y menos aún al español, le conviene sobreactuar con una euforia injustificada. Como mínimo, pasarán de seis a ocho meses hasta que el 70 por ciento de la población pueda haber recibido su dosis. Y durante ese tiempo el virus seguirá matando a personas que hoy gozan de una buena salud. El hecho de que exista una vacuna efectiva y se haya empezado a distribuir no inmuniza por sí mismo, como tampoco lo hace la propaganda de un Gobierno como el de Pedro Sánchez. Toda precaución seguirá siendo poca, y la prudencia continuará siendo necesaria.

La evolución de la pandemia y la obtención de diagnósticos cada vez más rápidos y perfeccionados han permitido conocer que se ha rebajado sustancialmente la edad media de personas contagiadas. Si durante la primera ola afectaba sobre todo a mayores de 65 años -siempre quedará en la memoria de todos el drama de las residencias de ancianos-, en la segunda fase, y en esta incipiente tercera, la edad media se ha rebajado a los 40 años. Más aún, se ha incrementado de manera relevante el contagio en jóvenes de entre 14 y 25 años. Es cierto que la letalidad ha disminuido, pero ningún país puede acostumbrarse a ver morir cada día a más de 300 personas, como está ocurriendo en las últimas semanas en España. Rebajar la tasa de incidencia por debajo de los 200 casos sobre 100.000 debe seguir siendo una obsesión para todos, y debemos actuar con disciplina colectiva, rigor y responsabilidad en cumplimiento de las normas impuestas, con responsabilidad individual, y con civismo colectivo. La pandemia va a seguir, y gozar de una falsa sensación de seguridad es un error que aún costará muchas vidas.

La otra consecuencia letal cuando la pandemia haya llegado a su fin, ojalá pueda ser en 2021, será la de una economía arrasada. Tampoco en este aspecto cabe la euforia que de manera irresponsable cultiva el Gobierno. Millones de españoles habrán sobrevivido a una enfermedad, pero no a la devastación que se está produciendo en familias emprendedoras, en empresas, en comercios o en la industria. En este aspecto, conviene ser realista porque la «vacuna» económica europea tardará más en llegar, y además lo hará de modo condicionado a unos proyectos que los Presupuestos Generales han sobredimensionado sin ninguna lógica. Rescatar a España de su empobrecimiento durante los próximos meses no va a ser fácil, y la recuperación no va a llegar como por ensalmo. Pero al menos es tiempo de esperanza después de un año oscuro, incierto y mortífero.

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