Antonio Burgos - El recuadro

Mis dos Españas

Divido a los españoles en los que tienen educación y los que no

Antonio Burgos

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Qué le vamos a hacer. Por mucha Constitución que aprobásemos y mucha concordia que lograra Don Juan Carlos I como «Rey de todos los españoles», las dos Españas han vuelto a existir. Por culpa del insensato de Zapatero, que se dedicó a resucitar el odio con ahínco, gastándose en ello grandes sumas de públicos caudales. Y a los hechos me remito. El cambio de nombres de calles en Madrid era por lo visto el problema más importante en esta España de los parados, donde la deuda aventaja ya al PIB de una nación donde estamos literalmente sin Gobierno desde el mes de diciembre... y No Passssa Nada. Pero en esas dos resucitadas Españas del odio, lo que quitaba de verdad el sueño al personal era, por lo visto, que Max Aub no tuviera calle en Madrid, mientras que contaba con ella el general don Fidel Dávila Arrondo, jefe del Ejército del Norte, en cuya 40 División combatió un sargento de Automovilismo que se llamaba Antonio Burgos Carmona.

Lo han conseguido, pues. Como quien rehabilita una iglesia gótica, han logrado restaurar perfectamente el odio que habíamos olvidado con las palabras de don Manuel Azaña: Paz, Piedad, Perdón. Ahora es todo lo contrario: ni Paz, porque no la habrá hasta que los que perdieron la guerra la ganen ahora, al cabo de 80 años; ni Piedad, porque los fachas nos tienen rodeados y hay que hacerlos galopar hasta enterrarlos en el mar; ni Perdón, porque esto de que cada cual pueda decir lo que quiera y votar a la derecha si le da la gana no tiene perdón de Dios. Esto es lo que hay. Estas son las dos Españas a grandes brochazos. La gente se alinea en una de ellas, como quien se apunta a un banderín de enganche hasta «la lucha final». Como la España de Joselito y Belmonte, ahora está la de Morante y Roca Rey. Y muchas más. Sin ir más lejos, la España que veta a Rajoy como presidente del Gobierno y la que no lo veta, despreciando ambas a los millones que lo votan, si me permiten el juego de palabras. A mí no me sirven ninguna de esas actuales dos Españas. Incluso ni la imposible Tercera España de Chaves Nogales, que consistía en que lo mismo podían fusilarte los de un bando que los del otro. No, no voy por ese camino. Yo no divido a España y a sus habitantes en populares y socialistas, ni en separatistas y constitucionalistas, ni en comunistas descalzos de la nueva observancia de los coletudos descamisados de Podemos y los comunistas calzados de la vieja observancia del Partido, del único partido que dio la cara frente al franquismo, porque el PSOE era un tardío invento de los protegidos de Bonn y de Washington, cuyos componentes cabían en un taxi y nunca piaron frente a la dictadura, más que cuando el «The End» de aquella triste película se adivinaba ya cercano.

No divido a la gente de nuestras inevitables dos Españas en conservadores y progresistas, ni en taurinos y antitaurinos, ni en creyentes y agnósticos, ni en pro yanquis y antiamericanos, ni en europeístas y euroescépticos, ni en tolerantes e intransigentes, y sigan poniendo todas las parejas de particiones que hoy causan grave quebranto a la concordia en nuestra Patria. Mis dos Españas son más sencillas, prácticas y placenteras: divido a los españoles en los que tienen educación y los que no la conocen; en los agradables y los desagradables; en la gente con principios y en los «nolacos», los que no-la-co-nocen (la vergüenza). En vez de preocuparnos tanto por desenterrar odios, deberíamos habernos aplicado en generar educación, cortesía, urbanidad, todas las elementales formas de convivencia que ahora llaman burguesas. Algo tan simple como pedir las cosas «por favor» y que te den las «gracias». Tan elemental como hablar de usted a los que no conocemos. Pero ya te tutea hasta la puñetera niña de Vodafone que te despierta de la siesta prometiéndote el paraíso telefónico. Igual que hay enseñanza obligatoria, tendría que existir la educación obligatoria en Urbanidad, en esta España ineducada en la que sí que no hay divisiones: todos son cada vez más desagradables, descorteses y antipáticos.

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