David Gistau
Entre pillos
Estos tiempos españoles son tan tóxicos, tan corrosivos, que cabe preguntarse, cuando salgamos de ellos, qué prestigio no habrá sido alcanzado por la gangrena. Esto a los cínicos no nos afecta demasiado. Al contrario, nos confirma, nos legitima, nos pone a tocar la lira ante el espectáculo del incendio. Pero comprendo que debe de ser devastador para quienes necesiten un sentido de pertenencia «político y social» más allá de la familia, los amigos, el club de fútbol y el micromundo íntimo de las pasiones de cada cual, ya se trate de George Gershwin, de París en primavera, del «uppercut» del Canelo o de los intentos de Gran Novela Americana. Al mirar los muros de la patria mía, no encuentro mejor solaz que reír con la nueva picaresca de los grandes caraduras. Lo mismo dan los falsos profetas de los milagros curativos que los granujas a lo Tony Leblanc como este Pineda de Ausbanc que, arrastrado a empellones por un policía que lo llevaba agarrado de la axila, aún decía: «Nada, no pasa nada, que estos señores quieren conocer nuestra sede, y muy gustoso se la voy a enseñar».
Ahora resulta difícil no ver a la Infanta como una víctima de gánsteres especializados en extorsión
Fíjense si todo se degrada, que la desarticulación de Manos Limpias liquida el ideal –para quien se lo creyera: también a eso éramos inmunes los cínicos– del «desfacedor de entuertos» cuya pureza justiciera se daba por segura por el solo hecho de no pertenecer al Sistema. Este juego equívoco también se instaló en la política, donde fue aceptada una partición entre Sistema y Gente que sólo es posible cuando gran parte de una sociedad quiere venganza o al menos autoengañarse para sentir que huye de la pira de su época. El episodio de Manos Limpias nos acaba de arrebatar uno de los pocos consuelos que encontraron en los últimos tiempos los ansiosos por creer en alguna forma de moral colectiva ajena a los privilegios y las tramas cleptocráticas: aquel por el que se decía que España era un país capaz de sentar en el banquillo a una hija y hermana de reyes. Pues mire usted, también eso se ensució, porque ahora resulta difícil no ver a la Infanta como una víctima de gánsteres especializados en la extorsión. Cuando habíamos cogido un enorme gusto literario a verla más bien como una protegida del Sistema a la que sólo el empeño de unos cuantos campeadores estaba llevando a los ámbitos de penitencia que merecía.
Todo ello supone una alteración del guión significativa. A cambio de la entrega en sacrificio de una infanta, el Sistema iba a avalar su honradez y su carencia de privilegios y la nueva etapa de la monarquía iba a demostrar que la ruptura con los viejos hábitos era de una determinación tal que no se apiadaba ni de los familiares. Y, hoy, esa misma infanta amanece convertida en el objetivo de un chantaje que salió mal y que fue urdido, con la justicia como vil coartada, con las manos limpias como marca falaz, por tipos a los que hemos visto desfilar hacia el furgón celular agarrados por la axila. ¿Y ahora qué hacemos?