Salvador Sostres

Hay que entrar en Gracia

Cuando un chico tira piedras contra la Policía o asalta una propiedad ajena, algo ha fallado mucho antes

Salvador Sostres

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Gracia es el barrio de Barcelona donde se cuecen todas las categorías de un mal que se incrusta y se propaga por antros y plazas y rastas. Gracia es la capital del submundo okupa, el hotel subvencionado de los antisistema. Una mezcla de violencia y mugre asola su paisaje de calles pequeñas y estrechas, de rincones donde nunca ha llegado el alba.

Hay que entrar en Gracia con tanques de los que también disparan agua, para limpiar y reprimir de una sola vez. ¿Acaso no es lo mismo? Las mejores metáforas son siempre las militares.

Hay que desalojar a los malhechores, y confiscarles las drogas con que juegan a la parodia de ser libres; y no sólo por el daño que ellos hacen, sino para que el barrio deje de ser el centro de peregrinación mundial de colgados, vagos y maleantes.

Pero hay que acabar también con tanta vecindad desparramada y su gusto por decorar sus calles con los más absurdos motivos durante las llamadas «fiestas de Gracia», que se celebran esta semana. Hay que acabar con la fatua arrogancia de lo populachero, con la apología de los trabajos manuales, con la suficiencia de los que tantas lecciones dan sin haber procurado jamás ningún provecho a nadie.

Con la excusa de sus lamentables monas de Pascua, y el buenismo de sus cenas callejeras donde todo es de plástico, pretenden que olvidemos que muchos de los energúmenos que destrozan el barrio son sus hijos, sus sobrinos o sus nietos, y que ellos les educaron, y que ellos les patrocinan y les protegen. Hay una trama vecinal en Gracia que cuando le conviene se hace la indignada pero que nunca ha entregado ni siquiera denunciado a los culpables.

Ellos son el huevo de la serpiente: tanta humanidad amorfa y abandonada; la apología de la cena en la calle, que es humillante y barbarie; el vaso de plástico, que es una truculenta dejadez de la dignidad; y el furor por ensuciar las calles con toda clase de infundadas pretensiones estéticas que al final únicamente remiten a la suciedad y a la cutrez.

Luego está el desolador paisaje humano, con padres en bermudas y descamisados, madres que ponen la mesa con servilletas de papel e hijas que si se atreven a fumar delante de ellos, a sus espaldas no quiero ni pensar lo que harán.

Cuando un chico tira piedras contra la Policía, asalta una propiedad ajena, o acaba drogándose, algo ha fallado mucho antes. Fallaron los padres, fallaron los hábitos, falló el entorno. Falló la servilleta de papel y el vaso de plástico. ¿Qué esperanza puede florecer en tan siniestras circunstancias?

Es fácil focalizar en los vándalos todo el rechazo. Es fácil reducir el debate a sus pintas y a su estéril discurso ensimismado. Pero estos chicos no vienen de la nada.

Con mi abuela nunca comimos en la calle: más bien dábamos limosna a los que veíamos hacerlo. También recuerdo que muchas veces me enfadé con mis padres, pero incluso en los momentos de más rabia, funcionaron los resortes de mi educación día a día trabajada, y nunca sentí ninguna violencia ni contra ellos ni contra ninguna otra autoridad. El temor de Dios siempre me ha acompañado y nunca me ha fallado.

El mal nace en el olvido del primer aseo, en el primer vaso de plástico, en el primer pírcing o tatuaje. Y se propaga a través de la chancla, la permisividad, y los padres que quieren ser amigos de sus hijos. Si no hay catequesis, qué quieres que haya.

Cuando un container arde, suele ser demasiado tarde. Hay que ensanchar las calles y abrir las plazas. Hay que entrar en Gracia.

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