Editorial ABC

Las empresas también están en la UCI

La moratoria en los concursos de acreedores mantiene a cientos de miles de empresas en coma inducido. Si el Gobierno no decide qué hacer, su horizonte es convertirse en «zombis»

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A lo largo de este año de pandemia, y no solo en España, se ha citado en innumerables ocasiones el dilema, ya clásico, entre la necesidad de preservar la salud o hacer lo posible por salvar la economía, castigada por las restricciones y los cierres sectoriales. El Gobierno de Pedro Sánchez ha resuelto esta disyuntiva a su manera, de modo que no ha hecho bien ni una cosa ni la otra, con el país sumido en una terrible tercera ola de la enfermedad y con el tejido productivo agonizando después de meses de inactividad y -lo que es peor- en la mayor de las incertidumbres, porque el Ejecutivo no ha sido capaz de definir un rumbo que sustituya a su permanente huida hacia adelante. La moratoria para acudir al concurso de acreedores caduca el próximo 14 de marzo, y el Gobierno no puede ignorar las consecuencias que pueda tener la decisión de renovar o no esta medida, de la que depende el futuro y la supervivencia de decenas de miles de empresas, de las que a su vez dependen millones de puestos de trabajo.

Hasta ahora, la suspensión del procedimiento concursal ha actuado como una gran presa para contener el torrente de quiebras causadas por la denominada hibernación de la actividad económica en los primeros meses de la pandemia. Casi un año después, la acumulación de problemas ha alcanzado una dimensión sistémica, tanto que a estas alturas puede resultar igualmente catastrófico mantener cerradas las compuertas y seguir acumulando empresas «zombis» como abrirlas de repente e inundar los juzgados con un tsunami de expedientes de insolvencia, para cuya gestión tampoco se han previsto los medios necesarios. Cualquier retraso en afrontar esta situación solo sirve para empeorar el problema y sus inevitables consecuencias. El mecanismo concursal se creó para facilitar la supervivencia de muchas empresas, dañadas por un periodo limitado de vacas flacas, no para gestionar esta calamidad tan prolongada, en la que cientos de miles de empresas permanecen en una especie de coma inducido del que muchas no saben si podrán despertar algún día.

Hasta ahora, el Gobierno ha ignorado el principio según el cual las autoridades que imponen una exigencia a sus administrados deben proporcionar también los medios para cumplirla; de otro modo, estarían actuando injustamente. En España se ha decretado el cierre de la actividad en numerosos sectores, sobre todo los vinculados al turismo y la hostelería, pero sin crear al mismo tiempo asideros reales para evitar situaciones desesperadas. Incluso la gestión de los ERTE, la única medida que genera cierto consenso entre los agentes sociales, se ha hecho a trompicones y desordenadamente.

La pandemia ha provocado estragos en todos los países de nuestro entorno, incluso en aquellos que en los primeros meses de esta crisis fueron considerados como el mejor ejemplo de gestión sanitaria. Sin embargo, y en materia económica, nadie ingnoraba que un país como España, tan dependiente del turismo, requería una gestión económica particularmente clarividente. Ahora que ya circula la vacuna contra el Covid, y que es posible prever cierto horizonte realista, a pesar de los balbuceantes primeros pasos de las campañas para su distribución, el Gobierno sigue en la misma actitud de dejar pasar el tiempo, sin otro plan que fiarlo todo a las ayudas europeas, un error gravísimo, porque no van a ser en ningún caso ese maná que Pedro Sánchez espera distribuir según su criterio y sin controles externos.

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