Un embuste sexagenario
«Pasado mañana se cumplen sesenta años del triunfo de la Revolución cubana. La medida del fracaso la da el inventario de sus sucesivos relatos oficiales»
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El primer relato de los barbudos prometía hacer de Cuba una superpotencia. En 1961, el Che aseguró que hacia 1980 la renta per cápita cubana superaría a la norteamericana (ese año cien mil cubanos huyeron por el Mariel desafiando un mar infestado de tiburones). El ... comunismo pronto aniquiló cualquier conato de prosperidad. La Revolución cambió el cuento: ahora, para justificarse como colonia soviética, su «ultima ratio» era la Guerra Fría y el papel de la isla en el combate planetario entre socialismo y capitalismo. La retórica alardeaba también de logros sociales que eran heredados: aunque subdesarrollada, la Cuba de los años cincuenta había tenido la tercera renta per cápita de América Latina.
Al evaporarse la URSS, el cuento se metamorfoseó. Era hora de recordar el rol de Cuba en la Guerra Fría (enviando soldados imperialistas al África, por ejemplo) y designarla como el bastión mundial del socialismo traicionado por Moscú. Como el fin de la subvención soviética había desvelado la miseria económica de Cuba, Fidel Castro adoptó un relato heroico anunciando un «periodo especial»: los oprimidos replicarían la resistencia de Termópilas contra los persas. Cualquier cosa que generara algo de divisas y paz social se justificaba retóricamente: incluso el surgimiento de algunos negocios privados, la llegada de capitales extranjeros en sociedad con el Estado cubano, el turismo (hasta entonces símbolo del «lacayismo» del viejo régimen ante los yanquis) y la prostitución (la Revolución que había vituperado el «burdel de los americanos» ahora glorificaba el de los canadienses y europeos).
Luego vino la limosna petrolera de Hugo Chávez. La dependencia cubana fue disimulada bajo una retórica que hacía de Castro el numen del socialismo del Siglo XXI. El nuevo combate planetario justificaba que Cuba se acostara con islamistas teocráticos (Irán), capitalistas salvajes (China), e incurriera en otras apostasías. Los petrodólares venezolanos dieron pie a que Cuba exportara «servicios profesionales» enviando al extranjero médicos, enfermeras, maestros y hasta geólogos a cambio de dólares, que el régimen ansiaba con la voracidad de McPato. Se parecía a la esclavitud, pues el país anfitrión pagaba los salarios de estos profesionales al Gobierno cubano en dólares y Castro les daba a ellos una fracción minúscula…¡en pesos cubanos! A los profesionales no se les permitía llevar a sus familias para evitar que desertaran. En el relato oficial esta repugnante explotación era un servicio humanitario.
Cuando Fidel enfermó en 2006, el cuento evolucionó. Su hermano Raúl, admirador de China, permitió más negocios pequeños en actividades meticulosamente vigiladas e invitó a nuevos capitales foráneos a asociarse con su Estado. Ahora el relato hablaba de combatir la corrupción y la burocracia (¡legado castrista!) y promover a una nueva generación; de allí el «dedazo» que hizo a Miguel Díaz-Canel presidente, con Raúl controlando el poder real como primer secretario del PC y jefe de los militares (que monopolizan los negocios capitalistas de cierto volumen). Cuando la limosna venezolana menguó por la catástrofe chavista, Castro amplió tímidamente las reformas con el relato de la «modernización».
Hoy la Revolución sigue siendo un Estado policiaco que reprime atrozmente toda disidencia y sus reformas riman con fracaso. Como ha demostrado el economista Carmelo Mesa-Lago, el sector privado apenas representa el 7 por ciento del PIB, el país está descapitalizado (la formación bruta de capital es la mitad del promedio latinoamericano) y la producción industrial y agrícola ha caído en la última década.
Sesenta años después, Cuba no tiene nada que exhibir salvo una abracadabrante capacidad fabuladora.
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