Gabriel Albiac - CAMBIO DE GUARDIA

Elogio del ansiolítico

Gabriel Albiac

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HACE casi cuatro siglos que un matemático piadoso y enfermo, llamado Blaise Pascal, dio la clave del invencible arrebato por los juegos que define lo más propio del comportamiento humano: «Los hombres, no habiendo podido curar la muerte, la miseria, la ignorancia, se han concertado, para hacerse felices, en no pensar en ello»; tal es la alta rentabilidad que los juegos –de habilidad, de azar, de ingenio, de lo que sean– nos regalan. Sería, de verdad, difícil sobrevivir a nuestras vidas sin eso. Por más fastuosas que nuestras vidas fueran. Ni siquiera la más alta posición mundana se salva de esa necesidad de verse arrebatado al curso monótono del tiempo. «Ser rey –subraya, así, Pascal– es el más bello puesto del mundo, y, sin embargo, imaginémoslo acompañado de todas las satisfacciones que pueden afectarlo: si un rey se halla sin eso a lo cual llaman diversión, helo desdichado, y más desdichado aún que el menor de sus súbditos que juega y se divierte».

Si el juego de las banderitas futboleras les sirve a sus devotos para calmar ansiedades homicidas, bendito sea

Todos, para ir bien que mal tirando, jugamos. Cada cual, a lo que mal que bien sabe. Y el que no sabe –esto es, la mayor parte– se las apaña mirando jugar a los otros. Y haciendo por identificarse con sus habilidades. El espectador es un jugador vicario. Un voyeur , que suple su impotencia para competir en la dura lid con una sobredosis mastodóntica de devoción hacia los jugadores en quienes proyecta honor e identidad propios. Hay siempre una tentación ineludible de que el juego bascule al territorio turbio de una religión de suplencia. Pero es que, sin la hondura de esa tentación, los juegos no serían nada.

El juego sirve para algo, en la medida en que permite –aun de modo efímero– posponer las amenazas de las cuales está tejida la vida de todos los hombres. Si al devoto jansenista que era Pascal le preocupa esa eficacia prodigiosa del juego es porque, llevada a su perfección, su capacidad de competir con el consuelo religioso es altísima. «A este hombre, tan afligido por la muerte de su mujer y de su hijo único, que sufre esta gran querella que lo atormenta, ¿de dónde le viene que en este instante no esté triste y se le vea tan exento de todos esos pensamientos penosos e inquietantes? No hay que asombrarse. Acaban de servirle una pelota y tiene que lanzársela a su compañero». Bendito ansiolítico: eficaz y barato. Que alcanza su perfección hoy en el fútbol: última gran religión universal de los humanos.

Si el juego de las banderitas futboleras, que en estos días me mueve a salir aún menos de lo habitual en mí a la calle, les sirve a sus devotos para calmar ansiedades homicidas, bendito sea. No sé si saldrá más barato que media caja de Orfidal, pero parece ser mucho más aceptado y, además, no exige receta médica. Y es preferible que los rugidos de odio entre voyeurs devotos queden en la clausura del estadio. Gritar relaja mucho, si uno no tiene otra cosa. Algunos preferimos el silencio. Pero eso debe de ser una enfermedad degenerativa: sus pocos afectados vamos camino de extinguirnos.

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