Luis Ventoso
Ella y él
A todo el mundo le sucede alguna vez, y más cuando la amenaza prostática ya se intuye tras la segunda curva de la vida. Después de una comida opípara y bien hidratada, tal vez hasta el exceso, retornas dando un largo paseo. Pero a mitad del camino te apremia una urgencia mingitoria. Como te acabas de tomar dos cafés, no te apetece resolver el apuro entrando en cualquier lado a sacudirte un tercero, pues saldrías como el conejo de Duracell, eléctrico. Así que queda la vieja treta de dar salida a la micción entrando en unos grandes almacenes. Se trataba del afamado Selfridges de Oxford Street, con sus bolsas amarillas y su fachada neoclásica de inmensa columnata. Una tienda que a los ingleses, que todo lo exprimen a su mayor gloria, hasta les ha dado para una serie de televisión.
Tras verlos quedaba una cierta sensación de que algo no encaja
En el atestado bajo no había lavabo, supongo que precisamente para desalentar incursiones de imperativo fisiológico. Era necesario subir las imperiales escaleras mecánicas y atravesar una planta ya no tan concurrida. Allá fue donde me los crucé, una pareja de jóvenes árabes, y me quedé observándolos al descuido por la curiosidad que ofrecía su contraste. El que primero me llamó la atención fue el hombre, porque en su afán desatado de modernidad, de exhibir la pasta y esgrimir glamour, lo cierto es que el tío iba hecho un cromo, con más logos encima que una moto GP. Coronaba su testa una visera de béisbol, que tenía la peculiaridad de llevar el estampado de Gucci, por lo que le habrían aplicado un buen clavo. La chupa de hipermarca, con más pelo que el Yeti en la capucha y demasiado abrigada para el final de marzo, era lo que habría necesitado el imprudente capitán Scott para derrotar a Amundsen en la carrera de la Antártida. Como la llevaba abierta, asomaba una camisa de flores suelta. El pantalón era negro y de chándal, con unas listas doradas a los lados de las perneras. Las zapatillas atendían a lo que en mi remota adolescencia se llamaba «break-dance», pero enaltecidas con unas incrustaciones doradas en los talones.
El chaval iba de chuliboy, dando el cante. Sin embargo, la pareja del muchacho optaba por otro estilo, la última moda del Yemen del siglo XI: el niqab. Enlutada de arriba abajo y con guantes negros, solo se veían sus ojos.
Me quedé pensando qué tipo de relación podían tener esas dos personas con el país occidental donde estaban, donde tal vez incluso vivían. De entrada, parecía evidente que les gustaban el consumismo y el lujo de nuestras decadentes sociedades, pues allí estaban, dándolo todo con varias bolsas amarillas a cuestas. Pero el hombre, aquella especie de pariente kitsch de Justin Bieber, aceptaba al mismo tiempo que ella caminase por Londres enmascarada en el luto, incapaz de lo mínimo en un mundo normal de libertades: circular con el rostro al descubierto. Mientras él elegía una estética rompedora, ella quedaba relegada al medievo, denotando el muro de derechos y deberes que separa en su sociedad a hombres y mujeres. ¿Compartirán esos dos chicos los valores occidentales, o les darán repelús salvo para pasar sus visas por los cajeros de las boutiques de Knigtsbridge y Mayfair? No lo sé. Pero sí parece que algo no encaja.