Editorial ABC
Elecciones globales en EE.UU.
En una democracia sólida como la de Estados Unidos, el respeto escrupuloso de las reglas constitucionales y la alternancia pacífica en el poder son la mejor garantía de la libertad
Pese a la dinámica de un mundo en continua mudanza, Estados Unidos sigue siendo el país más poderoso del orbe, y precisamente por ello el proceso electoral que protagonizan sus ciudadanos tiene repercusiones en casi todas las demás naciones, del mismo modo que los problemas y tendencias del resto del globo influyen en el transcurrir político estadounidense. El más palmario de esos ingredientes -comunes a las sociedades democráticas- es la polarización política, que en Estados Unidos no comenzó con Donald Trump, pero que parece estar alcanzado un nivel extraordinariamente peligroso y hasta cierto punto inédito. Mezclada con la profusión inquietante de armas en circulación, esta progresiva radicalización política desemboca en análisis apocalípticos y escenarios impensables de violencia en caso de que el resultado no sea contundentemente claro. Es de esperar que todas estas amenazas no se conviertan en realidad.
La llegada de Donald Trump a la Casa Blanca hace ahora cuatro años provocó un escenario inesperado y, aunque la extravagante personalidad del presidente saliente haya puesto a prueba la resistencia de muchos mecanismos democráticos, el sistema ha logrado mantenerse en su conjunto y ha prevalecido la estabilidad frente a los peores augurios. No hay ninguna razón para dudar de que, incluso en el caso de un resultado confuso o muy ajustado, ese mismo andamiaje de las instituciones norteamericanas podrá resistir incluso a los peores escenarios, apoyándose en las reglas y haciendo que las disputas las diriman los tribunales, como corresponde a un país civilizado y mayoritariamente sensato. Las injerencias de potencias más o menos totalitarias en la campaña electoral han sido en esta ocasión menos groseras que hace cuatro años, pero no se puede ignorar que en un mundo globalizado no dejarán de intentarlo, quizá por medios que aún no hemos sabido detectar. Para Trump, la inesperada pandemia del Covid-19 ha representado un componente con el que nadie contaba en la estrategia de campaña y, aunque las encuestas den por hecho que le perjudicará, las propias características de la situación provocada por la pandemia no permiten siquiera prever con certeza sus posibles consecuencias electorales.
A los europeos también nos interesa que Estados Unidos pueda preservar su estabilidad y sus equilibrios internos, y que recupere al menos cierto respeto por el multilateralismo, perdido en los últimos años. Pero también nos conviene una política que defienda con solidez los principios esenciales de la democracia liberal frente a los polos nacientes de alergia a la libertad que fomentan otras potencias con vocación planetaria, como China. Hay una cierta izquierda en Europa que ha construido un discurso basado en una alergia irracional e intermitente a Estados Unidos, y que fomenta una visión en la que solo se acepta una parte de sus mecanismos políticos, a pesar de que han sido los mismos que permitieron que llegasen a la Casa Blanca Barack Obama o el propio Trump, y que deberán servir -si los electores así lo deciden- para hacer que el demócrata Joe Biden ocupe la Presidencia durante los próximos cuatro años. La experiencia nos enseña que en una democracia sólida el respeto escrupuloso de las reglas constitucionales y la alternancia pacífica en el poder son la mejor garantía de la libertad. Eso es lo mejor que podemos desear para nuestros aliados estadounidenses, cuyo modelo de democracia, ahora víctima de la polarización, sigue influyendo en el resto de Occidente.