Salvador Sostres - Todo irá bien

Una educación sentimental

Hay lecciones que hieren pero ayudan a espabilar. Tal como a veces necesitamos vender muchas armas para comprar la paz

Salvador Sostres

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Le conocí en Marbella, yo tenía trece años o tal vez catorce y él era un traficante de armas que despertaba una mezcla de temor y de fascinación en el mundo entero. Se acababan los ochenta y estaba en su momento más brillante, al cabo de poco tiempo le llegaron los problemas.

Era un tipo con una prodigiosa rapidez mental, capaz de transitar de la dulzura al desprecio en apenas segundos; a mí siempre me tocó su lado amable.

Mi abuela le vendía caviar y un día llegamos a Toni Dalli y coincidimos en la entrada. Al darle la mano le pedí que un día me llevara a navegar en su yate. «Mañana».

Me pasó a buscar un chófer por Puente Romano y el hombre me esperaba en su embarcación memorable. Me recibió entre exclamaciones y abrazos, empezamos a hablar de todo y de nada, entre algunos otros invitados que iban subiendo al yate y a los que sólo saludaba en la distancia. Estábamos sentados en los sofás de un salón que parecía el de una casa y yo tenía la sensación de que quería contarme algo pero que no osaba.

Mientras se decidía, aprovechaba para preguntarle sobre cosas de su vida que habían salido en los periódicos y le pedí que me contara historias sobre el entonces presidente Reagan. No podía creerme que estuviera teniendo aquella conversación y todavía menos cuando me explicó lo que hacía rato que quería explicarme.

Me dijo que estaba muy disgustado con su sobrino preferido, de unos 20 años, porque quería casarse con la mujer equivocada, y que por mucho que se lo advertía, no le hacía caso. Para darle una lección -tremenda lección quiso darle-, le había invitado aquel mismo día con su chica, con el argumento de concederle a la pobre una oportunidad, pero con la decidida intención de demostrarle su error para que por fin la dejara.

Me detalló su plan y nos reímos como los que van a hacer una travesura, pero en ese caso la travesura de un traficante de armas. Según lo previsto, nos reunimos con los demás fingiendo normalidad. Cuando eres todavía muy joven, lo más emocionante es ser el chico con el que el tipo importante cuenta: toda la diversión sin riesgo ni precio, sin ninguna responsabilidad. Como los socialistas, pero sin que entre todos tengan que pagártelo. Me divirtió también ver cómo personas mucho más ricas que yo ponían los ojos en blanco por una cucharadita de café de caviar, cuando yo estaba harto de comerlo a cucharadas soperas. Sentirse rico siempre es agradable, aunque -lo admito- no tanto como serlo.

Y bien, al cabo de menos tiempo del que había calculado, empezó el espectáculo. Los gritos de ira del sobrino se escuchaban desde la parte de la cubierta donde estábamos. Un empleado del patrón le había dicho que su novia le esperaba en su camarote, y cuando llegó se la encontró en ayuntamiento carnal con su tío. «¿Lo ves como no te conviene?», le soltó, y así empezó el fandango.

Son escenas que duelen, pero duelen más los largos años de un matrimonio inadecuado. El amor está bien para un fin de semana, pero para vivir son más determinantes los intereses, el orden, la jerarquía y las clases sociales. La mayoría de divorcios no tendrían lugar si los padres de los novios fueran más como Dios manda. Educar es reprimir y la verdad no basta con decirla: hay que mostrarla, como sentenció en Arganzuela Arcadi Espada.

El sobrino se acabó casando con la chica que le convenía, el tío fue el padrino de bodas y todavía hoy siguen juntos y con tres hijos.

Hay lecciones que hieren pero ayudan a espabilar. Tal como a veces necesitamos vender muchas armas para comprar la paz.

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