Editorial
Lo primero, la Liga española
Con el proyecto de Superliga, ni los clubes deberían poder renunciar a los campeonatos nacionales, ni la UEFA amenazar con expulsarlos. Es prioritario mantenerlos en la Liga nacional
El anuncio de un proyecto de Superliga de fútbol impulsado por doce equipos europeos, entre ellos los tres más potentes de España, ha provocado una justificada convulsión entre partidarios y detractores. En efecto, hay dos conflictos en liza. Primero, jurídico, sobre el derecho que asiste a un club, en una economía de libre mercado y en un mundo globalizado, a reorientar legítimamente su propio modelo de negocio en busca de más rendimiento económico. Y segundo, emocional, por el intangible que representa el arraigo del fútbol como algo más que un mero deporte o un puro negocio. En efecto, el fútbol también es un elemento de cohesión sentimental y de vertebración, incluso de identificación patriótica, con conceptos que superan lo estrictamente deportivo. Los dos argumentos son válidos desde muchas perspectivas y no necesariamente tienen por qué ser contradictorios. Si algo sobra es la imposición de un nuevo modelo sin acuerdo previo, y sin un diálogo que pondere todos los intereses en juego, especialmente dos: la supervivencia económica y la viabilidad deportiva de los cientos de clubes que queden fuera de esa pretendida élite; y el concepto mismo del mérito deportivo si la Superliga supone la exclusión de equipos que difícilmente podrán tener derecho a competir con los más grandes.
Lo que no tiene sentido alguno son las amenazas. Ni los clubes implicados deberían ser autorizados a abandonar sus ligas nacionales, ni ningún organismo externo, como las Federaciones, la Liga o la UEFA deben amenazar con excluirlos como castigo. Cualquier proyecto de estas características solo podría ser completo si fueran compatibles y conciliables las dos competiciones, la europea correspondiente y la nacional de Liga. La UEFA, que a fin de cuentas vive de las ingentes cantidades de dinero, los derechos televisivos y la reputación que generan los grandes clubes, y que se ha manejado con conductas corruptas durante años, no puede erigirse en una suerte de inquisición del fútbol. Y a su vez, los equipos grandes, además de ser auténticas multinacionales, deben ser sensibles con los intereses y la estructura nacional de cada fútbol para no llevar a la ruina a clubes sin su misma capacidad competitiva.
El Manchester City anunció anoche que se baja del barco, una decisión que podría secundar también el Chelsea, lo que deja en el aire un proyecto que en cualquier caso jamás debería instaurarse si implica una depreciación del proyecto global del fútbol español como icono de lo que ha representado hasta ahora. Si priman el dinero y los agravios sobre el mérito deportivo y sobre la subsistencia de nuestro fútbol, la Superliga sería solo un frío negocio. Supondría la devaluación de un plus emocional ya intrínseco a la historia social de cada país, y dejaría de ser la expresión de un sentimiento colectivo para convertirse en una gestión empresarial de élite, enriquecedora de unos y empobrecedora de otros. La prioridad tiene que ser que Real Madrid, Barcelona y Atlético sigan jugando en todos los campos de España.