Editorial
El ninguneo como precepto
Ningún presidente del Gobierno mostró tanto desdén hacia los organismos que tienen encomendada la función de asistirle cuando se equivoca, como ahora con la Ley de Vivienda
Cuando el legislador previó que existiesen órganos del Estado para que el Gobierno les hiciera consultas preceptivas sobre aspectos legales de sus normas, incluso aunque su criterio no fuera vinculante, no lo hacía a título de inventario. Solo trataba de asegurar algo tan relevante como un asesoramiento jurídico al Ejecutivo para que se dejara aconsejar, corregir errores, evitar abusos de autoridad y disponer de una asesoría de élite por encima de cualquier capricho político, o para avanzar opiniones contra cualquier vicio de inconstitucionalidad. Pero además, el legislador establecía un sistema óptimo de reparto de papeles y utilidades en democracia. Sin embargo, el Gobierno ha hecho saltar todas estas previsiones por los aires, ya de manera sistémica, como si La Moncloa se bastase para decir lo que es legal o lo que no, al margen de cualquier mecanismo corrector. Ayer, cuando el Consejo de Ministros obvió el criterio del CGPJ frente a sus serias y mayoritarias reservas contra la nueva Ley de Vivienda, por ser una norma recentralizadora que hurta competencias a las autonomías, dio a entender que el Estado de derecho le trae sin cuidado. Y que así solo importa, y se hace, lo que diga el presidente del Gobierno, porque los órganos consultivos son una mera comparsa cuya opinión jurídica es irrelevante.
Con la excusa de que el criterio de muchos de estos órganos -el CGPJ, el Consejo de Estado, distintas comisiones nacionales o la Fiscalía General- son de consulta obligatoria pero no vinculante, el mensaje que se traslada a la ciudadanía es demoledor. Es como si fuesen órganos decorativos, repletos de sumisos asesores de partidos, o de antiguos políticos ya de retirada en busca de una jubilación dorada. La idea que se transmite es que lo que opinen no es importante. Y además, cualquier portavoz del Gobierno se jacta de ello porque ningún órgano es capaz de doblarle el pulso. De este modo, con Sánchez ninguna institución consultiva sirve para nada salvo si sus dictámenes son un elogio al Ejecutivo. Entonces, sí, nuestra democracia es ejemplo de pluralidad, apertura y progresismo.
Ningún presidente mostró tanto desdén hacia los organismos que tienen encomendada la función de asistirle cuando se equivoca, como ahora con la Ley de Vivienda, que además, no es un informe más. Bien parece una sólida base jurídica para un auténtico recurso de inconstitucionalidad mientras Podemos hace lo que le viene en gana con una regulación autoritaria de los alquileres. Así es como las democracias empiezan a dejar de serlo: primero se impone un populismo buenista, luego se retuerce la legalidad, y finalmente se aprueba a martillazos parlamentarios. Llevan años despreciando a la comunidad educativa, ignoran al Banco de España, ningunean al Comité de Bioética en leyes morales determinantes, desoyen al Tribunal Constitucional, cuyos fallos sí son imperativos, desobedecen sentencias de marginación lingüística del castellano, inutilizan hasta 1.200 reclamaciones de Transparencia, practican el filibusterismo parlamentario e interpretan las normas de competencia a capricho. Y además, instruyen al Consejo de Estado para que sus informes permanezcan en secreto. El camino hacia la autocracia está marcado. El problema añadido es que muchas de esas instituciones han empezado a asumir que su función se ha convertido en inútil en la ‘nueva normalidad’ del sanchismo. El problema ya no lo tienen las instituciones, ni los ciudadanos, ni siquiera la legalidad. Lo tiene un sistema viciado, indolente y sin capacidad de respuesta. Y así, hasta el siguiente informe que Sánchez se salte de forma flagrante.