Editorial ABC

El miedo a la amenaza nuclear

Putin ha elevado su apuesta contra el planeta tomando la central nuclear más grande de Europa, y eso abre con crudeza el debate sobre si la reacción de Occidente está siendo suficiente

Editorial ABC

La brutalidad de Vladímir Putin con Ucrania espanta al mundo entero y hace que el líder ruso sea destinatario del repudio general, salvo de quienes siguen viendo en su perfil la figura emergente del antiamericanismo del siglo XXI. En este contexto de críticas y acusaciones a Putin aparece con su habitual hipocresía una parte de la izquierda occidental, empeñada en justificar su forzado distanciamiento del criminal de guerra, porque ahora resulta que Putin es un fascista. Pues no. Putin no es un fascista. Es el crisol renovado de los peores vicios del comunismo soviético, con toques zaristas que cautivan a sectores minoritarios de la derecha. La aversión de Putin a la libertad individual y la democracia liberal activa su confrontación con Occidente y conecta con los nostálgicos de aquel contrapoder totalitario y estalinista que se alzó como un telón de acero en media Europa. Cuando Stalin pactó con Hitler para que el régimen nazi arrasara a sus anchas Europa occidental a nadie se le ocurrió llamar fascista o nazi al jerarca soviético, ni comunista al tirano de camisa parda.

Putin está educado esencialmente en los modelos del KGB, en el que militó con entusiasmo, y del comunismo soviético. Miente, amenaza, destruye y tiraniza, ahora también con una amenaza nuclear que debe poner al mundo definitivamente en guardia, y que abre con crudeza el debate de si la posición de Occidente, de Naciones Unidas, la OTAN o la UE son suficientes. Putin ha dado un paso más al hacerse con el control de la central nuclear más grande de Europa. Y quizá las sanciones que Europa le viene imponiendo ya no sean suficientes ni en fuerza ni en tiempo, y obligue a reenfocar toda la estrategia.

Esta amenaza nuclear es lo que practica aquel a quien parte de la izquierda sigue encubriendo con sus apelaciones a la diplomacia y al diálogo, o votando contra las declaraciones de condena de la invasión de Ucrania. El soberanismo populista y nacionalista de Putin no es nuevo, pero hoy lo representa una versión moderna de la vieja agresividad soviética, que ve en la libertad de sus vecinos -no en sus armas- una amenaza a su estabilidad interna y a su ansia de poder. No hay que dejarse engañar. Putin no es un fascista ni un dirigente de extrema derecha. Es un viejo comunista, lo que lejos de ser una contradicción resume la complejidad tanto del personaje como de su política exterior.

Pero la historia también muestra que muchos tiranos acaban mal, porque usan su poder contra su pueblo, como está haciendo Putin. Los rusos ya están generando un malestar progresivo y profundo, porque son ciudadanos de un Estado militarizado que ha postergado sus necesidades ante las prioridades expansionistas de su máximo líder. Es probable que Occidente pierda la batalla que no está dando en Ucrania, pero ganará la guerra del cambio en Rusia, siempre que se mantenga firme contra Moscú. Los oligarcas y multimillonarios que han tenido que esconder yates, aviones y fortunas pronto empezarán a echar de menos las comodidades generosas -excesivas en muchos casos- de los países europeos y se sumarán a las quejas de los desafortunados compatriotas que sufren el alza de los precios y el desplome del rublo. El mito del todopoderoso Ejército Rojo no aguanta las imágenes de unos soldados imberbes, lanzados a matar ucranianos y muriendo por una causa ilegítima y criminal. De esto también empiezan a tomar nota los ciudadanos rusos, que no olvidan lo que fue la ratonera de Afganistán. Y más aún, con el miedo que Putin impone en todo el planeta a una ofensiva nuclear en toda regla.

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