Editorial

El depredador está en el móvil

La protección de los menores frente a la delincuencia digital es un reto de la sociedad, que no se está abordando porque se da por perdido. Y ese derrotismo luego se paga muy caro

Editorial ABC

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La delincuencia sexual entre menores y contra menores a través de las redes sociales y de las plataformas de comunicación en internet es un problema creciente que está directamente relacionado con las nuevas formas de relación y de ocio de los jóvenes. No es un diagnóstico que pretenda criminalizar el uso de las plataformas digitales, sino la constatación de que los riesgos para los menores ya no nacen necesariamente de un contacto físico con su acosador. No hace falta que se paseen por un callejón oscuro, porque la puerta al delito está en cada habitación o cuarto de estar con forma de ordenador o teléfono móvil. Aumentan las agresiones y abusos sexuales que tienen su origen en contactos aleatorios a través de las redes sociales, en las que menores de edad, sin conciencia de los peligros que tales comunicaciones entrañan, vuelcan su intimidad ante extraños y aceptan encuentros ‘a ciegas’ con consecuencias nefastas. Son situaciones en las que también se ven envueltos los adultos, pero la diferencia de madurez hace que los riesgos que corren los menores sean intolerables.

Ya no cabe negar que la transmisión digital ha puesto en manos de niños y jóvenes unas herramientas de ocio e información que desbordan sus niveles de desarrollo intelectual. Por más que se reafirme el discurso de que las tecnologías no son peligrosas, sino el uso que se haga de ellas, la realidad obliga a replantearse este argumento y otros similares. Los menores acceden libremente a contenidos que perturban su percepción de las cosas, como sucede con la pornografía o la violencia, creyendo que son formas de relación trasladables a la vida real. Al mismo tiempo son víctimas directas de delitos contra su libertad sexual, sometidos a chantajes por adultos pederastas, a través de nuevas formas de delincuencia sexual telemática, lo que se conoce como ‘grooming’, ya aceptada en casos extremos por la Sala Segunda del Tribunal Supremo como un delito de agresión sexual. La Fiscalía General del Estado alertó en 2021 de que, durante la pandemia del Covid-19, el acoso a menores por adultos a través de internet había aumentado un 50 por ciento; incremento que alcanzaba el 175 por ciento desde 2018.

Son delitos silenciosos y clandestinos, pese a cometerse en los propios hogares de las víctimas, con la absoluta ignorancia de las familias. Y este es otro problema que la sociedad debe abordar urgentemente. El modo de vida de los menores y los jóvenes gira en torno a la tecnología digital y se ha normalizado su uso sin restricciones familiares. Constituye un factor de debilitamiento de la comunicación entre padres e hijos y de las más básicas habilidades de relación social de los jóvenes. Condiciona sus formatos de lectura y escritura, incluso de comprensión de la realidad con esquemas simplistas que reducen su formación y lastran su madurez. Sin embargo, los padres que revisan los móviles y los ordenadores de sus hijos menores de edad están mal vistos, son tachados de intervencionistas, pero, al mismo tiempo, se les hace responsables legalmente de los delitos que cometan sus hijos contra otros y se les exige que les apliquen una eufemística “educación digital”. Hay que poner orden legal en la capacidad de los padres para controlar de forma efectiva el uso de móviles y ordenadores por sus hijos menores de edad.

La protección de los menores frente a la delincuencia digital es un reto de la sociedad, que no se está abordando porque se da por perdido. Sin embargo, este derrotismo luego se paga caro cuando del ‘chateo’ inocente se pasa a la violación en grupo.

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