Editorial

Anatomía de un fracaso

Occidente se anota un fiasco en Afganistán. Las vidas que dejaron en la misión miles de soldados (incluidos un centenar de españoles), el billón de dólares largo gastado... todo ese sacrificio no ha valido de nada, todo ha sido en vano

Editorial ABC

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La catastrófica retirada de las tropas norteamericanas y de la OTAN de Afganistán constituye el colofón de una pesadilla que pasará a la historia como un grave error cuyas consecuencias afectarán a toda la región y probablemente al mundo entero. Las fuerzas occidentales fueron a Afganistán prometiendo que sacarían al país del abismo en el que le habían sumido décadas de guerra y de barbarie islamista y se van sin haber podido mantener su promesa de paz y prosperidad, después de dos décadas de impotencia. Hace tiempo que ya era evidente que sin el apoyo militar aliado el Ejército Nacional Afgano (ANF) no podría sostener el embate de los terroristas. El plan de programar la retirada para septiembre tenía como objetivo permitirles mantener al menos las líneas del frente de guerra hasta la llegada del invierno, para proporcionar un poco más de espacio y tiempo a las autoridades de Kabul. Sin embargo, una retirada no es algo que se pueda hacer de forma ordenada cuando el enemigo sigue acechando. Que lo último que los norteamericanos están negociando con los talibanes sean garantías de que respetarán su Embajada en Kabul, equivale a decirles a los soldados afganos y a sus actuales gobernantes que en Washington también asumen ya que no hay más desenlace posible que su derrota, lo que significa que no les queda más remedio que huir para intentar salvarse. Por desgracia, las vidas que dejaron allí miles de soldados, incluidos un centenar de españoles, y el billón de dólares largo gastado del que hablaba el presidente Biden, todo ha sido en vano.

No es la primera vez que una potencia externa fracasa en su intento de conquistar este indómito territorio. Antes que Estados Unidos y sus aliados ya fueron derrotados allí los soviéticos y los británicos. La diferencia es que en esta costosa operación se les había prometido a los afganos un futuro al menos razonable y esa promesa ha sido dramáticamente incumplida.

También es cierto que al menos una parte de la sociedad afgana ha jugado a dos bandas y ha compatibilizado su simpatía con sus opresores y con las potencias que prometían liberarlos. Tan afganos son los talibanes como los soldados costosamente adiestrados y armados por la OTAN, la diferencia es que los primeros mantienen la determinación inquebrantable de la que carecen los segundos. Pero siendo cierto que los afganos también tienen que asumir su propia responsabilidad sobre su destino, no lo es menos que los occidentales no podemos ignorar la nuestra. En efecto, una vez que ya no hay más remedio que constatar que las cosas van a volver al mismo espeluznante estado en que se encontraba el país hace dos décadas, con las mujeres esclavizadas, los niños adoctrinados con el veneno de una visión medieval de la religión islámica y todo el país encerrado en una mazmorra, con los ríos de heroína fluyendo de nuevo hacia el resto del mundo y los terroristas más siniestros campando a sus anchas, nosotros pagaremos el doble precio de asumir estas consecuencias y las del descrédito que lleva consigo aparejado. La más que probable llegada masiva de refugiados volverá a poner a prueba -sobre todo en Europa- las costuras de nuestra actitud moral y de nuestra capacidad para compensar al menos en parte los errores propios. Repatriar a los traductores y otros trabajadores afganos que han servido a España es el mínimo gesto que se puede esperar después de esta desastrosa aventura que termina muy mal para todos.

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